Primera palabra

Congresos, compromisos, congestiones

por Juan Bonilla

13 noviembre, 2003 01:00

Juan Bonilla

¿Qué quieren decir Sampedro o Aldecoa o Sorel cuando dicen que el escritor debe adquirir un compromiso ético con su tiempo? ¿Que ha de legar una parte de sus derechos de autor a una ONG? ¿Que ha de pasarse la vida firmando manifiestos? Doy palos de ciego, lo sé.

En un congreso celebrado hace tiempo en La Habana, unos orondos intelectuales discutían encendidamente acerca de los problemas esenciales que padecen los escritores. Volaban citas de Benjamin y Harold Bloom que enseguida eran contraatacadas por otras de Derrida y Barthes -a veces en sus idiomas originales, para que se apreciara el nivel. Se acaloraban los ponentes, cada cual muy seguro de sí mismo a pesar de las gotas de sudor que les abrillantaban las calvas. Un muchacho levantó la mano al fondo de la sala. Se le dio permiso para hablar, y dijo: "en Cuba, los escritores tienen tres problemas fundamentales: el desayuno, el almuerzo y la cena". Ahí se acabó el debate.

Se ha celebrado en Sevilla otro Congreso de escritores -no se olvide que es un gremio muy dado a estas francachelas-. Desde aquel día en La Habana, no logro memorizar ningún eslogan o declaración acerca de los problemas del escritor, su utilidad o sus necesidades, que no tenga, al menos, la mitad de nitidez, potencia y verdad de la que tuvo la intervención del anónimo muchacho. Todo lo que no sea eso, no pasa de ser ruido. Y por lo leído en las crónicas del Congreso sevillano, hubo mucho ruido en sus sesiones -y no sé si citas políglotas. Lo más llamativo, junto al inevitable tono de pesimismo de las conclusiones, puede que sea la reaparición del concepto "compromiso" como una de las obligaciones inesquivables de todo escritor. Cada vez que ese concepto fulge en la intervención de alguien, espero oír inmediatamente una aclaración entusiasta que defina qué entiende él por compromiso. Pero mi esperanza queda a menudo defraudada, porque lo curioso es que la palabra compromiso suele utilizarse con la olímpica certeza de que todo el que la escucha sabe perfectamente lo que significa o a lo que se refiere. Pero ¿qué quieren decir Sampedro o Aldecoa o Sorel cuando dicen que el escritor debe adquirir un compromiso ético con su tiempo y su sociedad? ¿Que ha de legar una parte de sus derechos de autor a una ONG? ¿Que ha de pasarse la vida firmando manifiestos? ¿Que ha de escribir fábulas edificantes que "enseñen a vivir"? Doy palos de ciego, lo sé, porque no alcanzo a comprender qué se pretende con la insistencia cansada de hacer ondear el compromiso del escritor como una de las colosales fuentes que lo justifiquen ante la sociedad.

Los alardes de pesimismo, como ya es costumbre entre los de mi gremio, han aprovechado para culpar al mercado de la situación. Se ha hablado de "dictadura del mercado", sintagma que se oye muy a menudo y que viene a corregir la tímida idea de que "lo que no se vende, no existe" dejándolo en "lo que no se vende mucho, no existe". En la cantidad de lo vendido reside, según el dogma mercantil, la calidad de un producto. Y siendo esto así en la lógica capitalista, no está de más añadir que nuestros tiempos al menos consienten la existencia de lo que se vende menos.

La tentación de derivar la posible poca calidad de nuestra literatura de la sospecha de que los escritores se han entregado a los brazos del mercado no deja de ser ridícula, porque eso puede decirse de algún autor -y curiosamente nunca se dan nombres cuando se perfilan tales acusaciones- pero en ningún caso puede aceptarse como norma. Todas esas preocupaciones, ese afán por culpar al mercado del poco caso que nos hacen a la mayoría de escritores, procede, me temo, de una enternecedora y pueril concepción de la literatura como arma extrema capacitada para cualquier milagro.

Así las cosas, ha sido en el propio congreso sevillano donde alguien, Felipe Benítez Reyes, puso un poco de cordura: la literatura y el presente se llevan mal, no hay más que recordar a Kafka, un desconocido para sus paisanos, autor, por cierto, con muchos más lectores hoy que el insufrible Paulo Coelho. Y en cualquier caso, como también dijo Fermín Cabal en el Congreso, siempre será mejor la dictadura del mercado que el feudalismo que padecen otras disciplinas, como el teatro y el arte, donde el Estado es el principal cliente y agente provocador de la mayoría de producciones y compras.

No entiendo cómo en un encuentro de escritores, en cualquier encuentro de esta índole, no se hace hincapié, por encima de otras consideraciones que acaban antojándose quejas banales para mantener el antiguo prurito del inconformista, en la condición optimista de todo escritor. El mero hecho de dedicarse a esto, ya es un síntoma insobornable de ese optimismo. Escojan al más siniestro y tremebundo de los escritores, al que menos apreciara la vida, al más sombrío: hasta él era en el fondo un optimista sin freno.

Lo demostraba cada vez que maldecía la vida, cada vez que se cagaba en la poesía, cada vez que vomitaba su espanto. Porque, a pesar de tanta queja y a pesar de tanta exigencia que no alcanzará más allá de un titular de periódico, no podemos ocultar que escribir es ya una manera suculenta de estar comprometido, no con tu tiempo o con tal o cual ideología, sino con el invencible optimismo que se empeña en convencernos de que, a pesar de los pesares, aún vale la pena dedicarse a esto.