Primera palabra

Dulce Chacón, la voz que duerme

por Espido Freire

11 diciembre, 2003 01:00

Espido Freire

Cuando le concedieron el premio Azorín, desde el primer momento dejó claro que la injusticia social era, para ella, un tema clave; que no estaba dispuesta a contestar a preguntas vacías; que ni la adulación ni la arrogancia le tentaban

Muere Dulce Chacón en el momento más injusto en el que un autor nos puede ser arrebatado: con un puñado de libros de poesía, un premio importante de novela, y una última historia que acumulaba ediciones y lectores. Muere joven y de forma repentina, y su desaparición no sólo ha causado un inmenso dolor a quienes la conocíamos, sino que nos ha hecho dolorosamente conscientes de la fragilidad de la creación, del enmudecimiento de una voz que se alzaba con potencia.

En poco más de diez años había publicado nueve títulos; Dulce ha dejado tras ella la falsa biografía de una joven autora, la amargura en la boca que causa la muerte de alguien de quien se esperan muchos logros. A los lectores les importa, sobre todo, el último libro: a los autores nos inquieta más el próximo, los bosquejos, los proyectos. Al menos, sus lectores pueden recurrir a ese consuelo: los escritores que la conocimos carecemos de él. La nueva novela que tramaba queda como herencia inacabada, el guión sobre La voz dormida no contará con su ayuda. Son tan tristes los folios blancos y callados. También los libreros, que le otorgaron el pasado año el premio que su gremio concede, tendrán algo que lamentar. No resultará fácil olvidar a Dulce: con un perfil dramático, los ojos negros y vivos, y una voz siempre serena, era siempre amable, una cualidad extraña y cada vez menos valorada frente a la prisa.

La conocí hace tres años, durante la entrega del Premio Azorín, y desde las primeras palabras de su discurso dejó claro que la injusticia social era, para ella, un tema clave; en el trato a los periodistas, que no estaba dispuesta a contestar a preguntas vacías; en el modo de dirigirse a quienes la felicitamos, que ni la adulación ni la arrogancia le tentaban.

Salvo por una fiesta en casa de la editora Ymelda Navajo, todos nuestros encuentros tuvieron lugar durante viajes: coincidimos en más ocasiones de las que suele permitir la casualidad, y las dos nos alegrábamos de ello. Fue mi anfitriona en Zafra, su ciudad natal, hace unos meses; compartimos con otra veintena de escritores un largo viaje en tren por el norte de España, un trayecto divertido y sin competencias, durante el cual trabamos amistad con otros autores que se duelen ahora de haberla perdida. Compartíamos la incapacidad de resignarnos ante el dolor ajeno, y la militancia en Plataformas y Asociaciones que intentaban ponerle freno: con la de las Mujeres Artistas contra la Violencia de Género viajamos al Sahara durante el mes de enero pasado, un viaje durísimo, incómodo y revelador, del que regresé enferma; esa bronconeumonía inoportuna me impidió acompañarla a Irak, en la actividad más arriesgada que realizó la Plataforma antes de que la guerra estallara. Para allá partió, con Eugenia Rico y otras mujeres valientes, y trajeron un testimonio que Dulce volcó en su Manifiesto por la Paz, que leyó en marzo con José Saramago.

Nuestro último viaje juntas nos llevó a Costa Rica durante dos semanas, en octubre, a un encuentro de autores que ahora atiborran incrédulos mi buzón de mensajes, incapaces de creer en su muerte. Se quejaba de un dolor de espalda que soportó sin aspavientos. Con Jacinta Escudos nos dejamos vencer por la pereza y la tranquilidad, y tuvimos la oportunidad de hablar entre nosotras más en otros congresos; Dulce gozaba, como casi todos los poetas, de facilidad para encontrar títulos (tan bellos, los suyos, Querrán ponerle nombre, Contra el desprestigio de la altura) y se mostraba generosa con quienes no teníamos ese don. Durante un atardecer gris en las playas de Tortuguero buscamos madera de deriva y cangrejitos, y charlamos sobre poesía: compartíamos el amor por Valente, por Félix Grande, por Rilke sobre casi todos los demás; y hablamos de temas realmente privados, el amor, su nietecita, nuestra obsesión por el trabajo con palabras; fue el primer zarpazo real a la intimidad, el inicio de convertirnos realmente en amigas.

No tendré ya esa oportunidad. Mi trato con ella no me da derecho a casi nada, a sentir de lejos que no haya más viajes, a llorar porque ni siquiera he tenido la oportunidad de asistir a su funeral, a lamentarme por las obras no escritas y las conversaciones silenciadas, a escribir una nota vacía a su familia. Pienso en qué será de su memoria, en qué hubiera llegado a ser de continuar viva, más novelas, más poemas; su labor moral queda ahora en manos de otros. Es necesario aferrarse a alguna esperanza, a que la vida tiene sentido en sí misma, a que una persona llega, y pasa, y en los otros queda lo que fue; pero cuando pienso en lo que hemos perdido, no me basta ningún consuelo.