Gianni-Vattimo

Gianni-Vattimo

Primera palabra

¿Ética sin trascendencia?

5 febrero, 2004 01:00

A diferencia de lo que sostenía la filosofía clásica, empezando por Platón, sólo es posible hablar de ética si se mira cómo están las cosas, de hecho, en nuestra situación. No partiendo, naturalmente, de una investigación del estado concreto de la moralidad, o de las estadísticas relativas a los delitos (o peor, a los pecados) cometidos en los últimos años, décadas, siglos. Pretendo sólo decir que, a causa sobre todo del desarrollo (entendido como proceso de cambio) de la filosofía de nuestro tiempo, se da de hecho esta paradoja a la que me parece imposible sustraerse: mientras las ciencias duras, experimentales, razonan cada vez más en términos de leyes y estructuras, tal vez teóricamente probabilistas, pero, de hecho, bastante rígidas en sus previsiones, es precisamente la filosofía, que en otros tiempos se concebía como saber del ser inmutable, la que se siente comprometida a tener en cuenta la historicidad y, como se suele decir, a hacerse cargo de ella.

El “hecho”, la situación concreta de la que pretendo partir es ésta: cualesquiera que sean los demás caracteres específicos de la que podemos llamar “situación de la ética” (no “la situación ética”), me parece que es posible reconocer como uno de sus rasgos generales la creciente atención a los aspectos sociales de las normas morales. No aludo aquí solamente al hecho macroscópico de que gran parte de los discursos de lo que hoy se llama “ética aplicada” -los primeros fueron los de la ética médica, por ejemplo- conciernen, sí, a comportamientos individuales, pero, generalmente, o casi exclusivamente, en la medida en que configuran acciones de efecto social. Hasta la cuestión de la eutanasia, o la del aborto, la clonación o la manipulación genética, aunque tienen aspectos esencialmente conectados a la decisión de individuos singulares, se discuten principalmente en términos de licitud social de los comportamientos relativos.

De alguna manera, la cuestión de la elección individual se resuelve, o se deja aparte, mediante el útil y hasta ahora indiscutido atajo del derecho a la objeción de conciencia; de lo que se discute, sin embargo, y para lo que se buscan soluciones, es del problema de cómo debe comportarse ese sujeto impersonal que es la administración pública, el hospital, la compañía aseguradora, etc.

Si es más o menos “ético” elegir morir cuando se tiene una enfermedad terminal no se discute verdaderamente en los debates de ética pública, en el fondo. Incluso la ética de las grandes religiones -pienso aquí en la ética de la Iglesia católica, especialmente- parece hoy menos orientada exclusivamente a definir el bien y el mal en términos de conciencia individual.

La predicación de la castidad prematrimonial ha perdido en buena medida la centralidad que se le atribuía en la educación católica de los jóvenes hasta los años sesenta o más allá. El último enemigo -pecado verdaderamente “mortal” que, en este plano, la Iglesia todavía no ha dejado de estigmatizar con fuerza (¿excesiva?, ¿sospechosa?)- es la homosexualidad (masculina). Pero, por ejemplo, es cada vez más frecuente el caso de políticos que públicamente defienden los valores cristianos de la familia y son reconocidos públicamente como defensores de estos valores también por parte de las jerarquías eclesiásticas, y que, sin embargo, viven divorciados, separados, en concubinato.

Ni la jerarquía eclesiástica ni los ciudadanos católicos parecen hacer ningún caso de esto. Paralelamente a todo ello -algo que podría ser simplemente estigmatizado como relajación de las costumbres, incoherencia, “inmoralidad” (nada, en comparación con los papas del renacimiento)-, se da, sin embargo, el hecho más claramente visible, y creo que se puede documentar en los manuales de moral de los seminarios, de que en el siglo XX, a caballo de la II Guerra Mundial y especialmente en la segunda mitad de siglo, desapareció en la predicación católica la ética social.

Actualmente a los jóvenes de las organizaciones católicas se les predica mucho más el compromiso con el voluntariado y la asistencia a los pobres que la lucha por mantenerse castos. Incluso la estigmatización de la homosexualidad y de las relaciones sexuales promiscuas, puramente físicas, provisionales, etc., se justifica en términos de respeto al otro, de valor cultural y humano de las relaciones, de importancia social de la familia, más que en términos de ley natural sobre el destino reproductor de las energías sexuales. Brevemente: casi nadie hoy, ni siquiera en los discursos explícitamente dirigidos a defender la moral católica, hace caso de los comportamientos sexuales como tales. Hoy ya se oye con más frecuencia, en las homilías, llamamientos al Tercer Mundo y a sus problemas sanitarios y económicos, o incluso sólo al deber de pagar los impuestos, antes que a la necesaria represión de los instintos (identificados por lo general, en la tradición, con la pulsión sexual). Asistimos al paso de la ética del Otro -con O mayúscula- a la ética del otro, o de los otros, con o minúscula.