Primera palabra

La lista de Rubell o el ataque de los clones

por Guillermo Solana

12 febrero, 2004 01:00

Muchos jóvenes aficionados al arte se han iniciado en el coleccionismo a través de las ferias. Son como un ejército de clones teledirigidos, pero cada uno de ellos cree que su elección responde a un gusto absolutamente personal

En unos almacenes de Miami donde la DEA, la agencia yanqui contra la droga, solía depositar la cocaína capturada a los traficantes, se alberga hoy una colección de arte contemporáneo abierta al público, la colección Rubell. Don y Mera Rubell comenzaron a coleccionar en los años sesenta, dedicando cada mes veinticinco dólares a comprar obras de arte. Desde 1980, empezaron a acudir a dos ferias de arte internacionales, la de Colonia y la de Basilea. Hoy día viajan regularmente a cinco: Art Basel, ArtBasel Miami Beach, ArtChicago, el Armory Show de Nueva York y ARCO (que no queda mal en tan selecta compañía). Los Rubell estiman que una quinta parte de su colección ha sido adquirida en ferias internacionales.

Hoy día, muchos aficionados jóvenes se inician en el coleccionismo a través de las ferias. Tradicionalmente, como explica Sam Keller, director de la Feria de Basilea, los coleccionistas en ciernes empezaban acudiendo a los museos, a las exposiciones de Picasso, etc; hoy día, en cambio, los nuevos coleccionistas frecuentan las galerías, leen las revistas y el arte es para ellos, concluye Keller, algo mucho "más accesible". Coincidiendo en esta idea, Mera Rubell declara que la ventaja de las ferias es que "desacralizan" la experiencia del arte, haciéndolo más asequible que en los museos: "Puedes hablar con los galeristas, con los críticos, tocar las esculturas y ver muy de cerca pinturas y fotografías."

A esto habría que añadir la mezcla de lo grande y lo pequeño, lo bueno y lo malo, las instalaciones y las fotografías, los cuadros y los objetos, el ruido y el movimiento, esa ebullición caótica de las ferias, que actúa como un estimulante para el consumo. Creo que ciertos museos, como la Tate Modern, en la nueva disposición de sus colecciones, no hacen sino emular el aire informal y disperso de las ferias.

La proliferación de ferias internacionales, se dice a veces, ha traído una creciente descentralización del mundo del arte: ya no todo sucede en Nueva York, y los coleccionistas, curators, galeristas, artistas de la periferia más apartada tienen ahora más oportunidades de hacerse oír.

Pero la ausencia de un centro visible no implica autonomía efectiva. Las diversas ferias no son entidades independientes entre sí, sino sólo nodos de un único circuito o red. Una red a la que sólo se accede si uno acepta un paquete básico y pasa el examen de un celoso comité. Hay galerías prestigiosas que solicitan en vano, año tras año, su admisión en la feria de Basilea. También en ARCO, salvadas las distancias, se rechaza a muchos, y no siempre con razón. Solícita con las galerías extranjeras, nuestra Feria maltrata a veces a galeristas locales apreciados, como ha sucedido este año con May Moré, injustamente excluída del evento. Si se puede reprochar a May la calidad desigual de sus exposiciones, esa irregularidad no es más grave, digamos, que la de Marlborough-Madrid, y el riesgo que May afronta, infinitamente mayor. ¿Y qué decir por ejemplo, del stand en que la galería Bruno Bischofberger entronizó el año pasado las últimas pinturas de Miquel Barceló? Pero a nadie se le ocurrirá echarle de ARCO, faltaría más.

Al final, y lamento coincidir con los detractores sistemáticos de todas las globalizaciones, esta globalización del mundo del arte sólo hace más poderosos a los que ya lo eran, y más miserables a los demás. Y en cuanto al sabor del producto, tiende a ser igual en todas partes.

Ya saben, como en el ejemplo tópico de la cadena MacDonald, que se extiende por toooodos los rincones del orbe pero para servir lo mismo en Nueva York, en Pekín o en Bilbao. La homogeneidad no es un atributo exclusivo de las ferias, sino que se advierte también cada vez más en las Bienales (con algunas excepciones como La Habana). Y en los museos: la proliferación de muchos centros de arte de bajo presupuesto ha alimentado el fenómeno de las "packaged exhibits" que circulan de un lado a otro. Por no hablar del negocio de las franquicias al estilo Guggenheim.

Volviendo al caso de los Rubell, ellos dicen que nunca les ha interesado lo que ya era famoso; siempre han querido descubrir por su cuenta. ¿Y qué hay en la lista de los Rubell, entre las mil quinientas piezas de su colección? Pues, salvando ciertas extravagancias ocasionales, como la obra de un artista negro llamado Purvis Young y algunos talentos locales, los nombres previsibles. Están Anselm Kiefer y Jeff Koons, Francesco Clemente y Keith Haring, Peter Halley y David Salle, Cindy Sherman y Sherrie Levine, Damien Hirst y Chris Ofili.

O sea, los que están en todas partes. Podemos imaginar que desde todos los puntos del planeta, centenares o millares de coleccionistas viajan cada año a las ferias de Basilea, Nueva York, Colonia, Chicago, Miami, Madrid, y allí se enardecen ante obras de arte muy parecidas y compran exactamente los mismos nombres de la lista de Rubell. Son como un ejército de clones teledirigidos, pero cada uno de ellos cree que su elección responde a un gusto absolutamente personal.