Primera palabra

Así comenzó El Camino de Santiago

por Manuel C. Díaz y Díaz

22 julio, 2004 02:00

Manuel C. Díaz y Díaz

El camino de Santiago, que en el siglo XII quedó fijado para siempre, como lo describe el Códice Calixtino de la Catedral de Santiago (sobre 1160), es producto del entusiasmo popular, nacido de la pasión por las reliquias con sello de la protección divina

No sabemos cómo le llegó a él la noticia, ni por qué razones la indicación de Adón, monje de Fleury, de que se había descubierto la tumba del apóstol Santiago en el confín de Hispania, "cerca del mar Británico" despertó pronto tanto entusiasmo en Europa. La obra de Adón se publicó poco antes de 880, y ya antes de 925 un clérigo bávaro había acudido a Santiago en Galicia para pedir un milagro que curara sus múltiples males. Y en el invierno de 950 acudió a Compostela con numeroso séquito el obispo Godescalco de Puy. Por este tiempo ya eran numerosos los que peregrinaban al Oeste para venerar a uno de los apóstoles más distinguidos con la confianza del Señor. En Hispania habían sido los monarcas asturianos, luego los leoneses, los que con más frecuencia visitaban y obsequiaban la tumba apostólica. A fin de cuentas, si se excluía a Pedro y Pablo, venerados en Roma, Santiago era el único apóstol cuyo túmulo podía ser visitado en Occidente.

No sabemos cómo prendió la llama en los fieles de toda Europa, que pronto iniciaron una larga y costosa peregrinación a Compostela. Pero nos consta que desde finales del siglo X el movimiento crecía sin cesar según las noticias que vamos teniendo de peregrinos, pero sobre todo por la atención que en la primera mitad del siglo XI prestan al hecho de su abundante presencia los reyes de Navarra y luego los de León, rectificando los caminos y construyendo los puentes que necesitaban los peregrinos para llevar a cabo con menores dificultades su viaje.

En Compostela buscaban éstos ante todo venerar las reliquias de un apóstol sumamente cercano a Cristo, lo que alimentaba en ellos la esperanza de presenciar un milagro de los muchos que se le atribuían o incluso de llegar a ser beneficiario de alguno de ellos: estas maravillas los hacían sentirse cerca de la divinidad. Jugaba también la lejanía costosa, y no sería de excluir cierto afán de aventura al cruzar numerosas regiones, algunas con fama de peligrosas y difíciles. El mejor incentivo de la peregrinación era la purga de los pecados por los trabajos del camino y por la ausencia del ambiente familiar. Pero también la generosidad que se imponía en la compañía de otros, la idea de compartirlo todo, y a veces la necesidad ineludible de depender de la caridad del prójimo.

Toda la peregrinación compostelana es fruto de una profunda religiosidad popular, que sólo pasado el tiempo buscaron los medios eclesiásticos el modo de reordenar y dirigir, sobre todo después de los esfuerzos de Gregorio VII y Urbano II por llevar adelante una profunda reforma en la Iglesia. Es curioso, sin embargo, que el hecho peregrinatorio no aparezca recogido entre los medios señalados por la Iglesia de este tiempo para remisión de los pecados.

El camino de Santiago, que ya en el siglo XII quedó fijado para siempre, tal como lo describe el Códice Calixtino de la Catedral de Santiago (sobre 1160), es un producto del entusiasmo popular, nacido de la pasión por las reliquias con sello de la protección divina. Es de señalar que podían encontrarse en gran número a lo largo de las vías santiaguistas, unas antiguas y objeto de vieja devoción como las de Hilario de Poitiers, o Martín de Tours, otras más modernas, nacidas al socaire de la peregrinación compostelana, como la de Eutropio de Saintes o la de la Magdalena de Vezelay. Incluso la ilusión hizo tener por tales el cuerno de Roldán en Blaye, y otras más. El peregrino, que se despedía de su familia y pueblo con un acto presidido por su párroco u obispo, recibía las marcas del peregrino: el bordón y la esclavina. A la vuelta de Santiago lucía sobre ésta la concha jacobea, bien de una vieira, bien de metal, fabricada por los "concheiros" que disfrutaban del privilegio concedido por el Cabildo.

Los peregrinos tenían que gastar mucho dinero a lo largo de su ruta; muchos enfermaban, bastantes morían en el empeño. Unos y otros se consideraban recompensados. El número de enfermos era tan grande que pronto los pueblos importantes del camino tuvieron que afrontar este hecho; y así surgieron por todas partes albergues y hospitales, atendidos caritativamente por cofradías, en que participaban a menudo antiguos peregrinos, más tarde también ciertas órdenes religiosas. Al lado de la caridad, hubo mucha avaricia y mucha maldad. Se estafaba y se robaba a los viajeros, se les engañaba con mil tretas y a veces se les hería o mataba por el simple gusto de hacer daño.

Pero la peregrinación resistió, y por siglos los peregrinos siguieron acudiendo a Compostela, donde, en general, se limitaban a hacer oración y una vigilia, para iniciar su retorno después del amanecer del día siguiente a su llegada una vez oida la Misa del peregrino, y recibida la bendición. Luego compraban recuerdos para llevarse de vuelta, generalmente artículos preciosos (pieles, cordobanes, especias orientales) que les vendían los mercaderes repartidos en torno a la Catedral. Y, de regreso, animaban a otros a venir a Compostela.

Manuel C. Díaz y Díaz es catedrático de Filología Latina de la Universidad de Santiago y autor de "De Santiago y los Caminos de Santiago"