Image: El pez chico se come al grande

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Primera palabra

El pez chico se come al grande

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

8 marzo, 2007 01:00

Luis María Anson

En muy pocos años la pequeña pantalla ha devorado una porción suculenta de la grande. Hace sólo cuatro décadas, para ver una película era obligado acudir a un local cinematográfico. La televisión, primero, el vídeo y el DVD, después, fueron el Gutenberg del cine. Se pasó del copista a la impresión sin límites. A un filme de gran éxito acuden hoy a las salas españolas alrededor de tres millones de espectadores. Un sólo pase en una televisión nacional supone el doble. En 1950, ver la reposición de una película clásica era casi imposible. Hoy, por unos pocos euros, se adquiere en propiedad una copia de Candilejas o La diligencia y se ve cómodamente en casa en la pequeña pantalla. El pez chico se ha comido al grande. El cine ha pasado de contemplarse sólo en un local especializado a la transmisión televisiva, a internet, el cable, la vía digital, incluso ya el teléfono móvil.

La nueva realidad exige una regulación concorde con la tecnología de los acelerados tiempos que vivimos. En ese sentido, tiene razón la ministra Carmen Calvo al gestionar una renovada ley del Cine. El problema de fondo es el mismo de siempre. El cine es a la vez una industria y un arte, una manifestación de la cultura. La realidad de una nación en su historia, su ciencia, su sociedad, su creación artística, se manifiesta con especial eficacia a través del cine. Se precisa, por consiguiente, de una poderosa industria cinematográfica. Pero junto al beneficio industrial lógico en una empresa que arriesga dinero y trabajo, está la atención a aquellas manifestaciones cinematográficas que no pueden ser rentables y que reflejan la temperatura cultural de un arte que se instaló desde principios del siglo XX junto a la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y la danza. Aún más, el siglo XX es el siglo del cine y Chaplin, por ejemplo, no resulta inferior artísticamente a Picasso, Le Corbussier, Stravinsky o Nijinski.

La obligada regulación del cine con relación a la televisión, internet, el DVD, las vías digitales o el teléfono no podía traer otra cosa que graves problemas. La inteligencia de Pedro Pérez, y su mano izquierda tan hábil, está contribuyendo a poner orden en el gallinero alborotado. La musculatura del cine español depende de una ley que sea capaz de conciliar los intereses de todos, que contribuya a fomentar las producciones de calidad, que estimule la coproducción internacional y que robustezca una industria que en España se fragiliza más cada año.

Y al final lo que resulta más importante y se olvida con demasiada frecuencia: la educación de guionistas, directores, realizadores, técnicos, actores y actrices. De ellos depende en parte sustancial la calidad y el éxito de la obra cinematográfica. Cine se puede ver hoy en las salas convencionales, en la televisión, en internet y en el teléfono móvil. Los vehículos son varios pero la creación es la misma que cuando Chaplin o Ford ponían en pie la gran expresión cinematográfica. A principios del siglo XX, por ejemplo, no existía para el periodismo otro vehículo que el periódico impreso. Hoy se han multiplicado los periódicos hablados, audiovisuales y digitales. Son varios los vehículos para ofrecer información periódica y satisfacer el derecho del ciudadano a recibirla. Pero la búsqueda y contraste de la noticia, el trabajo del profesional del periodismo, es hoy igual que en el siglo XIX, aunque la forma de transmitir información se haya hecho plural y se haya perfeccionado tecnológicamente hasta convertir el mundo en la aldea global anticipada por McLuhan. La tecnología y la informática han transformado los caminos del periodismo, no su sustancia que permanece invariable.

Una ley de Cine seria sólo puede derivar de una negociación exhaustiva entre los intereses culturales del país, los de la industria cinematográfica, los de las televisiones y los de las empresas de DVD y teléfonos móviles. No se puede cerrar en falso esa negociación, clave para regular el beneficio de todos. Por eso hay que tomarse todo el tiempo que sea necesario, sin agobios de fechas electorales. Es urgente, en fin, no tener prisa.

Zigzag

Se ha enrocado en su independencia. No es rojo ni siquiera homosexual. Huye de los circuitos ideológicos y literarios. Y ahí está. Me lo descubrió Víctor García de la Concha. Tras leer Coños, pedí El silencio del patinador. Aposté por él desde el primer momento. No me he equivocado. Juan Manuel de Prada es más que un gran escritor. Es sólo un escritor, dispuesto a vivir desde su primer paso literario nada más que de las letras. En El séptimo velo, Prada se consolida como uno de los primeros novelistas españoles. Con una arquitectura de vanguardia y un argumento complejo y poliédrico, el autor empalma el interés del lector hasta la última página, llevándole de la mano por los vericuetos psicológicos de un personaje atormentado. No sé si es la mejor novela de Prada pero, sin duda, le puede echar un pulso a Las máscaras del héroe. La cicatería literaria encontrará en ella muchos defectos. Yo sólo me he tropezado con virtudes, enmarcadas en una prosa de sugerente transparencia.