Image: El mercado de la pintura

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Primera palabra

El mercado de la pintura

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

29 marzo, 2007 02:00

Luis María Anson

Un rembrandt comprado por varios inversionistas, a razón de veinte centímetros cuadrados por cabeza, aguarda en la cámara fuerte de un banco de Nueva York a que el mercado aconseje su reventa con una plusvalía que roza ya el 600 %. A eso hemos llegado. La descarga artística de un cuadro que provoca en el espectador un placer puro, inmediato y desinteresado, se ha convertido en una especulación al peor estilo inmobiliario. Si Rembrandt levantara la cabeza, se quedaría estupefacto.

Siento una admiración profunda por Pollock, influido a ráfagas por Picasso y Masson. Es uno de mis pintores favoritos del siglo XX. Me electriza por encima de Rothko, de Warhol, de De Kooning, de Lichtenstein, de Kline, Escuela de Nueva York, bajo el manto de la vanguardia dura de Miró, Action painting, según la expresión certera de Rosenberg. Pues bien: alguien pagó recientemente 140 millones de dólares por nº 5, un cuadro sobresaliente de Pollock. ¿Vale ese cuadro 17.000 millones de pesetas? No lo sé. Se trata, en todo caso, de una especulación como la carrera de precios de Klimt, Picasso, Chagall, Turner o Van Gogh. La desmesura económica de las valoraciones es el producto del mercado del arte, zarandeado por un grupo de marchantes norteamericanos y europeos, a la espera de encontrar al pardillo de turno -el japonés forrado, el nuevo rico ruso, la institución pedante- para enriquecerse a costa del papanatismo general.

Para la estructura globalizada económicamente del mundo, la pintura ha dejado de ser arte y se ha convertido en simple mercancía. Ahí está la clave. Los cuadros son como rubíes, automóviles o zapatos. Pura mercadería. Los marchantes, los intermediarios, las agencias, algunas revistas culturales, ciertos críticos voraces, han desvirtuado la creación artística, como han hecho algunas editoriales con la obra literaria, para convertirla en exclusivo factor económico, duro e impuro.

Una tragedia, de la que se me escapa cómo se puede salir. La arrogancia de los rectores del arte internacional resulta inaccesible. Hablan desde el Olimpo. Pontifican urbi et orbi, asentados en el dogma de su infalibilidad. Son los Sumos Pontífices. Imponen su criterio dictatorialmente. Han convertido la pintura en un renglón económico de especulación. Cualquier día tendremos una colección de picassos o de rothkos cotizando en la Bolsa de Nueva York. Y la gente comprará las acciones para venderlas luego con beneficio alto, sin conocer siquiera los cuadros, sin importarles la calidad artística, sin entender lo que ha significado el arte de la pintura en el acervo cultural de la Humanidad, desde Zeusis y Parrasio hasta las últimas vanguardias centroeuropeas.

Son tan poderosas las fuerzas del mercado que, frente a ellas, sólo nos queda la independencia de intelectuales y críticos para evitar el descalabro total. La denuncia de lo que está ocurriendo resulta obligada. La honda de David frente a Goliat es una aventura casi imposible pero no puede dejar de esgrimirse.

Desde hace cien años la pintura vive literaturizada. Muchos artistas pintan según dicen los críticos de arte que se debe pintar. Me refiero a ciertos críticos de referencia. Y eso es así no sólo en Madrid. También en París, en Londres, en Roma y no digamos en Nueva York. Hay pintores que llevan al lienzo lo que han leído en las críticas de los periódicos o las revistas especializadas, lo que consideran va a gustar al crítico dictador. En la etapa de mi vida profesional en que hice crítica de arte denuncié cien veces esta anomalía y alenté a los artistas a que se independizaran de las modas sociales, de lo artísticamente correcto y de los críticos absorbentes. Pero, incluso, la literaturización de la pintura ha sido descoyuntada por los mercaderes del arte. Es tiempo, en fin, de denunciar la gran farsa. Es tiempo de afianzarse en las publicaciones independientes para renovar el mensaje de la pintura como creación artística, desembarazada del yugo asfixiante del mercado y sus caudillos.

Zig Zag

Teresa Valentín-Gamazo y Juan Pastor han levantado con La Guindalera un altar al teatro de calidad. Sin ayudas, sin subvenciones, con coraje, con talento, ahí está ese pequeño local acogedor en el que el espectador participa del escenario. Fui a ver Traición, de Harold Pinter, muy bien traducida por álvaro del Amo. Es una vulgar historia de triángulo, amor y adulterio. Es, sobre todo, el espejo que Pinter ha puesto sobre el gran vicio / virtud de los británicos: la hipocresía. La obra se desarrolla cronológicamente a la inversa, así es que el espectador va averiguando por qué ha sucedido lo que se plantea en la primera escena. Un original acierto teatral. Eficaz interpretación de Raúl Fernández y Alex Tormo, también de Andrés Rus, con dirección ajustada de Juan Pastor. Y, sobre todo, una actriz joven que pasa la batería y que hace su papel con rara perfección. Un diez para María Pastor. Detrás de Pinter está Beckett, está Kafka, está Gombrowicz, tal vez. Raymond Armstrong y Mara Silverstein, también Chittarangan Misra, han desentrañado, en libros reveladores, el alma literaria de Pinter en la poesía, en el cine, en el teatro, en The room, en The birthday party (tan elogiado por Hobson) en The lover, en Betrayal, en The hothouse... Un acierto de La Guindalera traer a Madrid a Pinter, abrumado todavía por el peso de la púrpura del Nobel.