Image: Angélica Liddell o el teatro

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Primera palabra

Angélica Liddell o el teatro

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

22 noviembre, 2007 01:00

Luis María Anson, de la Real Academia Española

¿A qué me lo decís? Es altanera, anticuada, decadente. Se ha quedado en Artaud, en Beckett, en el absurdo. Pero Angélica Liddell es el teatro.

¿A qué me lo decís? Su Perro muerto en tintorería… aburre a las ovejas, es una provocación tópica, una descarga de fuego artificial. Pero Angélica Liddell es el teatro.

¿A qué me lo decís? Necesita rodearse mejor, dirigir a actores con veladuras, no encogerse ante los desnudos y la farsa. Pero Angélica Liddell es el teatro.

Así es que me fui a la sala Nieva del Valle-Inclán para asistir a una representación de Perro muerto en tintorería: los fuertes. Salí impresionado del espectáculo. Todo es Angélica Liddell. La bellísima, inteligente escenografía es Angélica Liddell. La música de las cavernas y las tormentas es Angélica Liddell. El vestuario convencional y tórpido es Angélica Liddell. La dirección certera, crepitante, atónita, es Angélica Liddell. La interpretación endeble a ratos, sobresaliente con Violeta Gil, asombrosa en la protagonista, es Angélica Liddell. Incluso, las esculturas estremecidas de Enrique Marty son Angélica Liddell.

La obra resulta larga, fatigosa para la mayoría de los espectadores. Yo disfruté de principio a fin. Sobre el escenario estaba el talento literario, el genio teatral, el entendimiento profundo de la escena, la capacidad de comunicación, la provocación agresiva sin un aspaviento; estaba, en fin, Angélica Liddell.

Sigo a la actriz, a la directora, a la autora, a la escenógrafa, al genio, desde hace muchos años, desde El jardín de las Mandrágoras. Nunca me atreví a saludarla. No sé si cuando tiende la mano lo hace para la cortesía o para arañar. Pero ya era hora que dedicara yo a este prodigio teatral las palabras que merece. Instalada en aquel "Club de la Masturbación" de los delirios de Nieva, Angélica Liddell pasea su delicada belleza, entre Artaud y Beckett, por el aquelarre y noche roja de Nosferatu con tembladera virginal. El coro de sus pesadillas, con un ramalazo lésbico, es el intérprete final y desarrolla el agón, el epirrema, la mímesis, la katarsis, el deus ex machina, todo ello perdido en la espuma canalla del anochecer, en la calle puta de las actrices desbragadas.

Angélica Liddell se fuga de pronto de la cueva del absurdo, derriba sus barrotes, y como una mendiga, como una bandolera, se enfrenta con la democracia que tanto amamos pero que hace morir a millones en el tercer mundo ya que sobre los cadáveres derramados mejora nuestro nivel de vida. Angélica Liddell asegura, desde su escepticismo feroz, que ante la naturaleza humana se tambalea cualquier tipo de orden social. La mezquindad, la hipocresía, el deseo de humillar, la tentación de la violencia no tienen solución. Homo homini lupus. Y ahí está el racismo de nuevo, encendido por la inmigración. Para Angélica, el Nosferatu de Murnau ha desembarcado otra vez de su nave para agitarse entre los hombres. La autora denuncia que la perfección del sistema está como siempre fundamentada en la represión moral.

Me gusta la provocación de Angélica Liddell. No es artifical, no se queda en la piel de leche negra. Hay que buscarla carne adentro, árbol adentro, mar adentro. Le tiembla el genio a Angélica Liddell en los ojos, en la lengua, en el alma, mientras la cuerda atroz de la horca se balancea sobre el escenario, tan amenazadora como la raza blanca sobre el mundo.

Zigzag

José Manuel Sánchez Ron, una de las inteligencias más sagaces que he conocido, alimenta mi afición a la Ciencia enviándome libros de discreta digestión. Ha puesto prólogo certero al Diálogo sobre la física atómica, de Werner Heisenberg. He leído el libro de un tirón. Se trata formalmente de una autobiografía del gran científico. La acritud de la vida le obligó a realizar trabajos manuales para subsistir, endureciéndose en el exilio. Se sumergió en el mundo de lo infinitamente pequeño, más apasionante, incluso, que el mundo de lo infinitamente grande. La física cuántica, proa científica del siglo XX, no se entendería sin Heisenberg. En su autobiografía narra la decisiva conversación que mantuvo con Einstein en 1925, tras hablar largamente con las estrellas científicas de la Universidad de Berlín: Planck, Von Laue, Nernst y también con Born, Jordan y Wolfgang Pauli. Desde la admiración y el profundo respeto, Heisenberg discrepaba de algunas de las posiciones de Einstein. Lo mismo le ocurría a Bohr, clave para la compresión de la estructura del microcosmos, si bien en el desembarco en la mecánica cuántica brilla Heisenberg y también Erwin Schrüdinger, cuyo ensayo La nueva mecánica ondulatoria me ha costado entender por las puñeteras ecuaciones, aunque la verdad es que me ha gustado mucho. La ciencia ha sido siempre una de las más apasionantes aventuras del intelecto. En el siglo XX se produjo el delirio desde la biología molecular hasta la física cuántica. Se dirá que los avances científicos han producido mucho dolor. Hiroshima y Nagasaki se encienden en el recuerdo del tiempo fatídico. Pero, si hacemos balance, la ciencia en el siglo XX ha transformado para mejor, para mucho mejor, la vida del hombre.