Image: Nueva York-Londres-Hong Kong

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Primera palabra

Nueva York-Londres-Hong Kong

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

31 enero, 2008 01:00

Luis María Anson

La globalización desborda también a la cultura. El eje Nueva York - Londres - Hong Kong, es decir, América, Europa y Asia, vertebra las manifestaciones culturales, al menos en su derivada económica.

Entre las dos guerras mundiales, París se consolidó como el centro universal de la cultura. Era el panal al que acudían en zozobra las abejas del arte. Picasso, Dalí, Gris, Miró, Buñuel y tantos otros españoles se cegaron en mayor o menor proporción por el fulgor de París. Si en aquella época se quería ser algo en el mundo del arte había que triunfar en la capital de Francia. París acogía, París definía, París encumbraba, París consolidaba.

Tras la II Guerra Mundial se cumplieron los ciclos de la civilización y la cultura que Arnold J. Toynbee, el hombre más inteligente que he conocido a lo largo de mi vida profesional, desarrolló en A study of History. Y Londres asumió el liderazgo universal de la cultura. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la meca cultural, sobre todo de la juventud, era Londres. Todo giraba en torno al volcán londinense, incluso la moda y la canción popular, hasta que el poderío de los Estados Unidos de América derivó a Nueva York una parte de lo que la capital británica había conquistado. París quedó arrumbado en el desván de la Historia.

Las nuevas tecnologías, sin embargo, iban a transformar en muy poco tiempo el desarrollo tradicional de la cultura, centrada, a lo largo de los siglos, en torno a una ciudad luz: Tebas, Atenas, Roma, Viena, París o Londres. Acertó de lleno McLuhan: el mundo se ha convertido en una aldea global. La interdependencia es un hecho. La globalización económica ha cristalizado también en globalización cultural. Una gran revista de referencia mundial ponía recientemente de relieve a través de un informe sagaz el auge económico que supone la interrelación entre Nueva York, Londres y Hong Kong. Esa pujanza económica globalizada ha bañado las riberas culturales porque las manifestaciones artísticas, y no sólo la arquitectura y el cine, se vertebran cada vez más sobre las economías suculentas.

El eje Nueva York - Londres - Hong Kong está amenazado por los flancos. Nueva York resulta imbatible. Es la capital del mundo y hierve culturalmente. Londres, sin embargo, parece la ciudad alegre y confiada y está acosada por Berlín, la gran derrotada en la II Guerra Mundial. El auge cultural berlinés se enciende en ebullición permanente. Una parte sustancial de las vanguardias se ha instalado allí. Mi querido Hong Kong, en fin, donde transcurrió mi exilio cuando el dictador Franco me echó de España, tiene al sur el rival ávido de Singapur y al norte la bomba nuclear de Shanghai que es, hoy por hoy, el gran vértigo del mundo, la ciudad más atractiva y sugerente donde germina la juventud creadora de Oriente.

En todo caso no habrá globalización real de la cultura si a Europa, América y Asia no se le une la negritud y la arabidad. El Cairo, Lagos, Johanesburgo, empiezan a desperezarse aunque todavía están lejos de concentrar las manifestaciones culturales del mundo que pretenden representar. En todo caso, ahí está la realidad y el desafío. La globalización es el nuevo imperio. La consagración de la primavera cultural exige ya el éxito al menos en tres continentes. Picasso tendría hoy un estudio en Nueva York, otro en Londres, el tercero en Hong Kong. Y, cogido del brazo de Luis Miguel Dominguín, se vendría de tapadillo a España a emocionarse con el rito de la pasión y muerte del toro.

Zigzag

Enrique Herreros es un nombre relevante en el siglo XX español. Dibujó 807 portadas para La Codorniz, ilustró varias veces el Quijote, diseñó centenares de carteles cinematográficos, promocionó películas, estimuló al mundo intelectual, fue querido por todos, admirado por el pueblo, destacado por los escritores más significativos de la época, a izquierda y a derecha. Tuve la suerte de conocerle y tratarle. Era un hombre cabal, inteligente y culto. Con todo, lo mejor de Enrique Herreros es su hijo -de tal palo tal astilla-, que ha sabido potenciar, difundir y desarrollar la obra ingente del padre. Escribo todo esto porque acaba de coordinar un excelente trabajo titulado Los carteles de cine de Enrique Herreros y otras obras importantes. Se trata de un libro monumental, comentado por noventa escritores de relieve y magníficamente editado. En mi despacho de ABC, Enrique Herreros hijo y Juan Antonio Bardem plantearon la última película del gran director. La muerte del cineasta -uno de los cinco nombres grandes del arte cinematográfico español- permitió a Enrique Herreros dedicar su actividad incesante a desenmarañar la obra de su padre. Lo está haciendo con elegancia, sabiduría y buen sentido, lo que me alegra mucho por su padre y, sobre todo, por él. El libro que acaba de editar es una buena muestra, árbol adentro, de la sensibilidad y la inteligencia de ambos, padre e hijo.