Image: La domadora del sufrimiento, Angélica Liddell se llama

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Primera palabra

La domadora del sufrimiento, Angélica Liddell se llama

Por Luis María Anson, de la Real Academia Española

15 mayo, 2009 02:00

Luis María Anson, de la Real Academia Española

Toma, lisiado, una lamparilla de petróleo y anda. Eres el negro hambre, el negro insulto, el negro tortura, arrancado de tu patria de raíces que tanto prospera pues ocupa ya el penúltimo lugar en el índice de desarrollo humano. Desde que el inmigrante abandona su país empujado por la desesperación y la miseria se convierte en culpable. Ay, dulce raza, hija de sierras, estirpe de torre y de turquesa, ciérrame los ojos ahora, antes de irnos al mar de dónde vienen los dolores.

¿Pensáis que esposando al hambriento esposáis el hambre? Los miserables siguen muriendo ahogados después de horas de terror, cuando están cerca de las costas de la Europa que edificó su gloria con la sangre de los esclavos negros. Al menos los ahogados mueren sin esposas en las muñecas.

Faltan cien millones de niñas en el mundo. Abortadas o dejadas morir al poco de nacer. La poeta dispara sus gemidos contra las piedras ¡Contra las piedras! Es la agonía del cristianismo. Y aún así veremos llorar a las piedras.

Los generales, encorvados por el peso de las medallas, hablan con palabras fecales de libertad, aquella que une a los hombres en las mazmorras, en las ergástulas de sus prisiones. Pero callad. El asesino que predicó moral desde la barbarie está a punto de escuchar a Mozart.
Al exterminio de inocentes lo denominaron Plan de Seguridad. Al terror le adscribieron el término Liberación. Utilizan un lenguaje positivo para definir acciones brutales. Ese es el crimen sádico de los generales, la atrocidad de los genocidios como el cometido por el chileno sangriento, como los perpetrados por los militares argentinos que aspiraban a la perfección, es decir, al exterminio y con el propósito de no dejar huellas arrojaban a los seres vivos desde los aviones para que enrojecieran las aguas del mar.

Coño, un socialista en la boda de una princesa. Desconfiad, negros queridos, de la fraternidad del hombre blanco. Sois para Europa la tenaza del infierno. Los europeos están preparados para comerse a vuestros hijos. Tienen derecho los negros a raernos de la faz de la Tierra y ese derecho les durará hasta el día del Juicio. Suponiendo que haya un Juicio capaz de discernir entre unas lágrimas y otras, entre un terror y otro terror. Los emperadores del dinero pueden escupir en el rostro de los desesperados africanos. Y, además, convertirles luego, con todo cinismo, en criminales. Déjame hundir, Angélica, las manos que regresan a tu maternidad, a tu transcurso, río de razas, patria de raíces, tu ancho rumor, tu lámina salvaje viene de donde vengo, de los versos de Neruda, de las pobres y altivas soledades, de un secreto como una sangre, de una silenciosa madre de arcilla.
Asoman siempre los dientes blancos. Son siglos aprendiendo a cavar fosas comunes. Reposad en ellas muchachos pecientos. También vosotras, las mulatas albertianas que tenéis dos pitones en punta bajo la bata. Estaréis mejor acompañadas por la tierra que por los hombres blancos.

A España le ha podido el egoísmo de los que tenían algún hatillo que proteger. España no ha sido capaz de amar. Es la hora del temor y el temblor. Y nada ha cambiado de verdad. Ahora mandan los mismos, los mismos que le arrancaron los ojos a España. Levantad la mirada a la eternidad, asustadla.

De repente la economía mundial se estremece. Se difunde el miedo de que los países pobres dejen de serlo. Es extraño que áfrica no rasgue el firmamento, que no haga temblar la tierra. Después de pasar hambre todo el día, les piden a los miserables que se porten como pobres honrados y sufran según su deber.

Estos son, sin entrecomillar, los versos en prosa de Angélica Liddell. Los he espigado de su último libro. Estallan como latigazos en el rostro. Se abren como heridas sin cicatrizar. Poeta de cristales azules en las arenas terribles sobre el agua, va el agua de Alberti diciendo el nombre de la domadora del sufrimiento, Angélica Liddell se llama.