Image: Calatrava, música petrificada

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Primera palabra

Calatrava, música petrificada

Por Luis María Anson, de la Real Academia Española

12 junio, 2009 02:00

Luis María Anson

"La arquitectura debe aportar una dimensión poética a las ciudades. Los edificios tienen alma", ha dicho Santiago Calatrava, el genio que ha superado a la discutida y polémica Bauhaus, al Institut of Design de Moholy-Nagy, a las grandes estructuras de cristal y acero, que se completaban después con los muebles de Albers, las sillas de tubo de Brever o los tejidos de Otte.

Hace cuatro o cinco años viajé de avión a avión a Tenerife sólo para contemplar el Auditorio de Calatrava. Quedé deslumbrado. Jorn Utzon, con su enjambre de velas desplegadas, dibujó en cemento la nueva arquitectura sobre el cielo de la bahía de Sidney. Calatrava ha ido más allá. Ha galopado de forma audaz sobre las nuevas técnicas y ha incorporado decididamente la escultura a la arquitectura. Esa es sus singularidad y su éxito. La ópera de Valencia es una escultura pensada como edificio. Es la "música congelada" de la que hablaba Schopenhauer, la "música petrificada" del pensamiento profundo de Goethe.

Atrás queda Adolf Loos que liquidó el adorno con su ensayo célebre Ornament und Verbrechen. La vanguardia a partir de la primera década del siglo XX, aunque Gallardón no se haya enterado en su nuevo palacio, abandonó la ornamentación. Caturla en Arte de épocas inciertas afirma que Einstein ha sucedido a Anaximandro y Le Corbusier a Isidoro de Mileto porque "los edificios deben expresar literalmente la vivencia colectiva". Le Corbusier se instaló en el espíritu de las formas nuevas en Vers une Architecture. Lo mismo que Stravinski en Sinfonía en Do, Picasso en Las demoiselles de Avignon, Miró en las Constelaciones. Calatrava se ha sacudido el polvo y la paja del siglo XX y ha proyectado su genio sobre el siglo XXI. Todo en él es inteligencia, sensibilidad, capacidad técnica.

Le han criticado y le han elogiado por su proyecto en la zona cero de la gran tragedia neoyorquina. Lo que yo he visto en la televisión americana me ha parecido un asombro. Calatrava cree en la gran cultura norteamericana sobre todo en su proyección arquitectónica. "Nueva York -ha dicho- es lo que fue París en la transición del siglo XIX al XX: aquí viven Frank Stella, Schapiro, Katz, Terry Winters…" Stella, a través de sus black paintings encabeza la nueva abstracción, un poco decadente, la verdad, a pesar de superar el viejo lienzo cuadrangular. Winters, entre Pollock y Rothko, incorpora los aceites y las resinas y supera en calidad a Dunham o Jensen. La Schapiro, canadiense, creo, y sus femmages y Alex Katz y sus cut-outs, sus figuras recortadas, me interesan menos.

En el debate que Calatrava mantuvo con Norman Foster, desde hace unas semanas también Premio Príncipe de Asturias, la razón estaba en mi opinión con el arquitecto español. Hay que superar los convencionalismos y también las alucinaciones. Las grandes esculturas arquitectónicas de Calatrava se alzan en medio mundo, puentes, torres de comunicación, galerías, estaciones de ferrocarril, viaductos, terminales de aeropuerto, anhelo de catedrales… El arquitecto español es muy joven y vivirá la época en que Nueva York será decapitado por Shanghai, que es hacia donde camina la vanguardia última. Todos los caminos conducen a China, tal vez porque, como escribió Malraux en La oda del silencio, el artista no es el espejo del mundo que le rodea sino su rival. l

ZIGZAG

Francisco Rubiales es un periodista serio con una ingente experiencia cargada sobre sus hombros. He trabajado junto a él en muy diversos países de América y Europa. Y siempre me ha asombrado su sagacidad y su lucidez. También su olfato para rastrear la noticia; también su independencia insobornable, que ha defendido a dentelladas contra los acosos del poder político o económico. En su nuevo libro Periodistas sometidos. Los perros del poder sustenta Rubiales, a través de una escritura esbelta y eficaz, su dilatada experiencia profesio-nal en uno de los más turbios asuntos que encizañan al periodismo. Vale la pena leer despacio este libro escrito con grave acento de verdad.