La Enciclopedia francesa, la Enciclopedia británica, el Espasa español, el Diccionario de la Academia Francesa, el Diccionario de la Real Academia Española, la pléyade de diccionarios y enciclopedias en cien lenguas y en doscientos países han llegado a su fin en la modalidad impresa sobre papel. La novela, la poesía, el ensayo, el libro convencional, forcejearán durante unos años y tal vez sobrevivan en un reducido porcentaje de sus ediciones. Diccionarios y enciclopedias sobre papel han terminado ya su ciclo, como ocurrió con los manuscritos en el siglo XVI.

He recorrido 128 naciones llevando en mi maletín el diccionario de Casares que me auxiliaba para mis crónicas y artículos. Tenía un peso considerable y ocupaba mucho sitio. Hoy consulto en el teléfono móvil el CREA, el CORDE, un diccionario de sinónimos, otro de antónimos y, claro, el Diccionario panhispánico de dudas y el Diccionario tradicional de la Real Academia Española, no el de su vigésima segunda edición del año 2001 sino el actualizado en internet por el trabajo ingente que los académicos han realizado en los últimos diez años.

Las nuevas generaciones consultan gratis las enciclopedias que encuentran en la Red. Algunas son tendenciosas y están plagadas de errores. Ninguna se acerca a la calidad y el rigor que tuvo Espasa a principios del siglo pasado. Pero las enciclopedias en papel impreso, que solo hace unos años se vendían copiosamente, se han convertido en reliquias bibliográficas. Hace poco tiempo que el diario El Mundo, también El País, ofrecieron a sus lectores, a bajo coste, excelentes enciclopedias. Tuvieron éxito. Fueron el canto del cisne enciclopédico. Es posible que el 80% de las consultas a enciclopedias o diccionarios se hagan ya en la Red. Y cuando por ley de vida se extingan las generaciones mayores, prácticamente el cien por cien de esas consultas serán electrónicas.

Para instituciones y editoriales que robustecen sus ingresos sustancialmente con diccionarios y enciclopedias, el problema se ha convertido en agobiante porque es necesario encontrar fórmulas para que alguien pague el trabajo realizado. Parece difícil conseguir, como sí ocurre con una parte más bien pequeña de la música descargada, que el usuario abone las cantidades correspondientes. Mucho me temo que el ciudadano medio consultará en el futuro diccionarios y enciclopedias de forma gratuita. No aceptará pagar por el servicio. Y por lo tanto los dirigentes de las instituciones y editoriales propietarias de diccionarios y enciclopedias deberán negociar acuerdos con los responsables de los grandes buscadores de la Red, si no quieren quedarse sin ingresos.

Se abre ante la vida intelectual un mundo nuevo. No se puede mirar hacia atrás como la mujer de Lot. Hay que incorporarse decididamente al tiempo que nos ha tocado vivir. Presido el diario digital El Imparcial.es, cuyo editor es el prestigioso catedrático, presidente de la fundación Ortega-Marañón, José Varela Ortega. Sé bien lo que digo. Yo empecé con la linotipia y la composición caliente y estoy ahora en la Red, después de haber vivido de cerca, y paso a paso, la impresionante evolución tecnológica que ha modificado los medios de comunicación. Si las grandes Academias como la española o la francesa no negocian con urgencia fórmulas económicas para sus diccionarios en la red, se encontrarán en poco tiempo con sus ingresos agriamente mermados.

ZIGZAG

Ciertamente, “David Gistau se pasa el mundo por los claros clarines y las largas trompetas del arco triunfal”. Ahora ha agavillado en un libro sagaz sus ideas sobre la nueva sociedad anósmica pero maloliente que están construyendo las nuevas generaciones. En La España de Zetapé, Gistau ha puesto un espejo delante de nuestro país, de sus podredumbres, sus albañales y sus costumbres de vanguardia, aderezadas a las finas hierbas. Escribe desde una independencia inasaltable y eso, y la altiva calidad de su prosa, le han encaramado en las cumbres de la literatura española, hoy.