Image: El cielo azar de César Antonio

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Primera palabra

El cielo azar de César Antonio

Por Luis María Anson, de la Real Academia Española Ver todos los artículos de la 'Primera palabra'

8 julio, 2011 02:00

Luis María Anson, de la Real Academia Española


Cometa del cielo azar, el poeta hace rodar erizos, espadas como labios, en el lastre de las anclas. En el bosque de Trivia se rompen en rodajas las columnas bajo las hojas amargas del olivo silvestre. Los dioses destronados persiguen las huellas fugitivas de las pezuñas y los pechos desnudos. El poeta abre las puertas dobles de las abejas entre las grutas ciegas, las cráteras, las tinajas rotas del puerto destrozado. El amor, que no tiene otro reposo que la fatiga, llama al corazón del poeta cuando sobreviene el dolor. Atrapados en los cepos aúllan los lobos desorejados. El escritor, que vive el presente, se envuelve en los papeles de Pablo Neruda y no cumple su promesa de amar porque tiene miedo de que sobrevenga el olvido. Caen una a una las lágrimas de la luz. "Es tan corto el amor y es tan largo el olvido…"

César Antonio Molina ha cristalizado su verso en ávidos alientos surrealistas. En un lecho tierno de tréboles amargos se libera de sí mismo entre el cielo y la tierra, entre el ser y el no ser. Habla entonces el silencio. Llega el momento del abandono. Su dios le desdeña. En las frías aguas de la bahía se dibuja el perfil de la memoria, que se abraza desolada a una sombra de entre los muertos. Kierkegaard se hace sacrificial en el temor y el temblor. Pero donde crece el peligro está la salvación y el poeta la encuentra entre los cantos rodados de las terrazas del arlanzón. El comprador de horas y de palabras no llega. Todo se extingue en el vacío de las paredes. El corazón es ya el sepulcro de quienes uno amó, la urna de hierro con las falsas cenizas. La amada, en fin, le deslumbra. Cómo pueden los ojos decir que te ven si al mirarte enceguecen. Escombros de todas las ciudades desenterrados, huesos de las caderas abatidas, el poeta ya no puede salir a la busca del tiempo perdido. Es demasiado tarde.

Tras su pirueta política, César Antonio Molina ha regresado a la poesía con este Cielo azar desconcertante y en vanguardia. Callaría la verdad si no dijera que César Antonio Molina ha sido un excelente ministro de Cultura. La política no era lo suyo pero se ha enfrentado a ella con altura de miras y con independencia. Dignificó el premio Cervantes, embridó los despropósitos del cine, ensanchó la presencia española en el mundo, atendió con las manos abiertas el tirón iberoamericano y, sobre todo, se enfrentó a las ocurrencias de quien ostentaba la capacidad de decidir. Algún día se sabrá cuántas insensateces, qué absurdas tropelías, evitó el sentido común y la firmeza del ministro. Seguramente eso le costó el puesto. César Antonio Molina salió de la política calladamente, sin un aspaviento, en soledad sonora, para encontrar refugio en el huerto paterno de la poesía, que nunca le abandonará. Las experiencias del poder son ya cenizas pero alientan en los versos del escritor y en la Incertidumbre del alma fatigada.

"La mente -escribe César Antonio Molina- no necesita imagen alguna para pensarse a sí misma". En la boca lleva el poeta un pequeño canto rodado, rocío de la noche oscura del alma de San Juan. Pero ya ha aprendido que en la cumbre del monte Moriah quien debe pedir perdón no sabe hacerlo.

ZIGZAG

Ramón Gutiérrez Izquierdo ha hecho una traducción rigurosa y soberbia de los sonetos de Shakespeare. En el prólogo explica el alcance de la obra poética del genio británico que no desmerece a su creación teatral. Si hubiera que señalar al mejor escritor de todos los tiempos, de todas las culturas, desde la China de Li-Po a la América de Allan Poe, desde el Vietnam de Nguyen Du al África negra de Léopold Sédar Senghor, desde el clasicismo de Virgilio a la modernidad de Jorge Luis Borges, ese sería William Shakespeare, comparaciones odiosas aparte. La espléndida versión de Ramón Gutiérrez Izquierdo me ha conmovido. La profundidad del pensamiento abisal, la hondura del aliento poético, la zozobra del sentimiento inacabable se desprenden tibiamente, como el río que no cesa, de los sonetos de Shakespeare.