Juan Aparicio fue el gran inquisidor de la dictadura franquista. Desde las ergástulas de la censura de Prensa decidía, día a día, las portadas y los editoriales de todos los periódicos de España. También los titulares y fotografías. Difícil explicar a las nuevas generaciones lo que significó aquella brutal censura que alcanzó cotas insufribles. A Juan Aparicio le debo, sin embargo, que, al encargar a los alumnos de la Escuela de Periodismo como trabajo de prácticas entrevistas con los escritores españoles destacados, me encomendara a mí la visita a Pío Baroja. Acudí con zozobra no contenida a su casa, a un paso de la Real Academia Española. Le oí canturrear “... que tu ya no soplas como mujer” antes de recibirme. Le sometí luego a un cuestionario extenso que no le irritó y de súbito irrumpieron en la habitación Castillo Puche y Hemingway. “La suerte acompaña a los periodistas que se lo merecen”, pensé con presunción propia de la edad. La conversación se banalizó pero se me quedó grabada una frase del autor de Por quién doblan las campanas, con la que, por cierto, no coincidió Baroja: “La novela moderna es un gran reportaje periodístico”. Truman Capote le dio la razón a Hemingway unos años después con A sangre fría. Y en España tal vez excedan hoy del centenar los periodistas que publican novelas. Es este un fenómeno estudiado, sí, pero no suficientemente. Habría que proponerlo como tesis doctoral en las Facultades de Ciencias de la Información.

Alba Rueda es una periodista asturiana que se instaló en el éxito, sobre todo en la radio. Durante los días del Premio Príncipe de Asturias en Oviedo conversé con ella, año tras año, y pude calibrar su cultura muy sólida, su inteligencia despierta y la calidad de su escritura. Apartada del periodismo, sobre el filo de la navaja de los cuarenta años, Alba Rueda ha escrito una novela Mujeres que aman a los caballos que he leído con interés sostenido. Lo de menos es la incursión sagaz por Escocia, lo de menos es el conocimiento enamorado de los caballos, lo de más es el viaje profundo de la autora a través del alma femenina. Río arriba de su vida, árbol adentro, Alba Rueda desnuda su existencia y su pensamiento ante el lector. Es implacable. Sobrecoge su independencia para juzgarse a sí misma, despojada de veladuras y convencionalismos. La autora escribe descarnadamente su autobiografía novelada y sumerge al lector en un clima de realismo mágico entre antiguas leyendas celtas, mitos voladores o intuiciones eróticas, con el telón de fondo de un canto general ecológico que sintetiza las inquietudes de las nuevas generaciones.

Alba Rueda, en fin, ha escrito, desde sus experiencias periodísticas, una novela conmovedora que desgarra con profunda emoción. A la busca del tiempo perdido, tras las huellas fugitivas de sus raíces celtas, la periodista aparta las telarañas del cerebro, toma del brazo al lector y se recrea con él en el lento paseo, las apretadas manos, el amor profundo y sosegado. Entre la maraña de libros que se agolpan en mi mesa de trabajo, esta novela singular que desnuda el alma de la mujer y entreteje escepticismos y fervores, ha ocupado lugar preferente durante el largo y cálido verano de este año de gracia y visitas pontificias.

ZIGZAG

No me sorprende la expectación que ha levantado La piel que habito. Pedro Almodóvar se ha instalado en la cumbre del cine español. Nadie como él ha escalado tan altas cimas. Conozco bien sus defectos, pero la objetividad exige reconocer que estamos ante un genio. Solo Luis Buñuel se le acerca. Tuve ocasión de conversar largamente con el director aragonés, también con Berlanga, con Bardem y con Garci. Quiero recordar ahora a Summers, que murió joven, pero que es uno de los nombres grandes del cine español, equiparable a Amenábar o a Trueba. Sobre todos ellos, planea el nombre de Almodóvar. A mí me alegraría que las maravillas que me cuentan de su nueva película sean verdad. Desde algunas discrepancias y no pocas reservas he aprendido a admirar a Almodóvar, porque la liberalidad exige reconocer el mérito allí donde se produce.