Image: Mortier Mahagonny

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Primera palabra

Mortier Mahagonny

Por Luis María Anson Ver todos los artículos de la 'Primera palabra'

16 septiembre, 2011 02:00

Luis María Anson, de la Real Academia Española


Un año después se puede proclamar sin rubor el gran acierto de Gregorio Marañón al contratar a Gerard Mortier para dirigir el Teatro Real. No quiero ensañarme con etapas anteriores que tuvieron sus éxitos y se enfrentaron con dificultades inesperadas. Pero la realidad objetiva era el languidecimiento constante del Teatro Real. No se podía continuar así. Se necesitaba un revulsivo. Era imprescindible que en Madrid la ópera retornara a la tensión y al debate. Había que borrar las huellas fugitivas de la decadencia y la vulgaridad. No se trataba solo de provocar. Antes que nada era necesario revolucionar el conformismo estéril.

Gregorio Marañón, con la prudencia que le caracteriza, con buen sentido, sin aspavientos ni excentricidades, se decidió por un sabio de la ópera, controvertido y contradictorio, pero con las ideas claras y el ánimo despejado. No voy a repasar en este artículo los éxitos de Gerard Mortier al frente del Real. Han sido muchos y constantes, y no solo en la programación, porque había cuestiones de organización interna que no admitían más demoras. Con todo, los aficionados a la ópera han tenido ocasión de contemplar la audacia de Mortier y su afán de perfección en representaciones inolvidadas.

Todavía tengo en la memoria a aquella Camilla Tilling deslumbrante, soprano de vino y rosas, que se adueñó del escenario ante un Sylvain Cambreling sin un fallo en la dirección de la orquesta y el coro gigante con que Gerard Mortier había robustecido a Olivier Messiaen en su San Francisco de Asís. Cantaron, en fin, los pájaros en aquella noche inolvidada. La música de luna llena descargó la espiritualidad sobre los espectadores y Gerard Mortier recibió una de las ovaciones más largas e intensas que yo haya escuchado en Madrid. No hace falta que nadie me recuerde los defectos del director. Los tiene y no pocos. Lo que ocurre es que sus virtudes son tantas que el balance resulta abrumador.

Como ha escrito Daniel Verdú, Gerard Mortier decidió que ya era hora de que el Teatro Real se incorporara a la liga de los mejores. Por primera vez una producción propia salió de Madrid para afrontar el desafío de los coliseos mayores del mundo. Mortier eligió Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny. Y no solo por la calidad de la música de Weill, por el aliento literario de un joven Brecht, por la indignada imaginación de la Fura dels Baus. También por la actualidad de una obra de la primera parte del siglo pasado que grita a bocajarro desde el escenario contra las tropelías del capitalismo salvaje en una ciudad que solo condena un delito: no tener dinero.

Gerard Mortier ha abierto la gira del Teatro Real sin timidez. Se ha plantado en Moscú ante un público especialmente entendido y exigente, el del mítico Bolshói. He leído las críticas que nuestra representación ha cosechado. Emocionan. Son abrumadoramente favorables. El Teatro Real está ya donde le corresponde. Marañón y Mortier han sido el revulsivo que hacía falta. Con sus errores y sus aciertos, ambos han despejado el camino antaño tortuoso y cebado, abierto hoy a la más alta creación musical, sin que ciertas tórpidas reacciones entorpezcan el paso firme del Teatro Real en Madrid y en el mundo.

ZIGZAG

Viví la Revolución Cultural exiliado en China porque Franco me echó de España al reaccionar histéricamente contra un artículo mío titulado La monarquía de todos. Escribí centenares de crónicas para el ABC verdadero esforzándome en radiografiar la realidad del Extremo Oriente y de una manera especial la de aquella China de Mao, que era el gran foco revolucionario del mundo. He leído el libro de Roderick Mac Farquhar y Michael Schoenhals con sostenido interés: La revolución cultural china. Se trata de una obra zigzagueante, bien documentada aunque imprecisa. Los autores aciertan, sin embargo, al señalar el fondo de la Revolución Cultural. Fue sencillamente una magistral operación política de Mao Tse-tung para recuperar el poder del que había sido apartado por Liu Shao-chi y otros dirigentes ingratos y ambiciosos. Hasta su muerte, Mao se mantuvo ya en la plenitud del ejercicio dictatorial del comunismo totalitario.