Luis María Anson, de la Real Academia Española



Himno al cosmos engendrador. José Hierro decía que Evaristo Guerra incendiaba con el silencio los paisajes del alma. Canta el pintor el esplendor en la hierba, la gloria en las flores, las raíces hondas del pensamiento. Es sereno y floral. A lo largo de varias décadas, Evaristo Guerra ha ido perfeccionando su estilo. Se ha convertido en un maestro del oficio. No solo hace lo que sabe, sabe muy bien lo que hace. No hay concesiones en su obra pictórica. Todo es auténtico y personal. La presión comercial no ha podido con él. Tampoco la dictadura de los críticos. Algunos, no todos, han literaturizado la pintura y son muchos los artistas que, sometidos a sus dictados, pintan conforme a lo que desde algunos medios de comunicación se dicta y establece.



Está claro que la pintura convencional, colores y líneas sobre una superficie, se ha transformado en los últimos años y ha oscilado hacia las instalaciones, el proyect room y la quinta frontera. Fotografía, vídeo, decoración, estilismo, escultura, artesanía, pintura y sonido se funden en el crisol de las nuevas creaciones artísticas. El Cultural ha dedicado muchas páginas a esas nuevas creaciones y ha desmenuzado los nombres destacados del arte que viene, del que ya tenemos entre nosotros. Me quedo con Alicia Framis, que, a fin de cuentas, no se aleja mucho de la idea de Leonardo da Vinci: "La pintura es una cosa mental".



Acudí con curiosidad a la Sala de Exposiciones Prado para contemplar la obra última de Evaristo Guerra, al que siempre tuve presente por su originalidad y por su calidad. No me defraudó. Los últimos pintores, en expresión certera de Antonio Muñoz Molina al referirse a Miquel Barceló, están todavía ahí y sería absurdo desdeñarlos. El arte, además, es cíclico y hemos asistido al retorno de fórmulas y estilos que a veces quedaron preteridos durante siglos.



Pablo Picasso puso un espejo delante de la sociedad que le tocó vivir y que era contradictoria, irresponsable, hedonista, compleja y arbitraria. Por eso se instaló en la cumbre del arte de su tiempo. Su mirada escudriñó el mundo. "¿Por qué me preguntan qué significa un cuadro. Y qué significa la canción de un pájaro? A usted le gusta o no le gusta. Y basta", solía decir.



Y eso es lo que más me complació en la muestra de Evaristo Guerra. Conserva el pintor la misma mirada de cuando empezó. Le sigo desde entonces. No me extraña el éxito de su exposición. Frente a las salas vacías, Evaristo Guerra atrae a un público muy diverso que se detiene y entiende el mensaje de su pintura tan sincera, tan independiente, al margen de los circuitos nacionales e internacionales que hoy dominan el arte y lo condicionan y dirigen.



No todos los artistas están dispuestos a soportar ni el bozal ni las orejeras. Evaristo Guerra es uno de ellos y ahí está su pintura independiente que busca con zozobra la comunicación entre el espectador y el artista a través de la "diáfana sencillez de sus tierras", como escribió Camilo José Cela.

ZIGZAG

Javier Cercas ha prologado Los mandarines, el sugerente libro publicado por Rafael Nadal. Al elogiar al autor, denuncia de forma ácida y certera las baratijas periodísticas que hoy anegan nuestra profesión, donde todo vale, incluso inventar noticias, con tal de vender. Nadal ha diseccionado a algunos de los personajes que mandan en España: el Rey, los Príncipes de Asturias, Zapatero, Rajoy, Rubalcaba, Pujol, José Montilla, el mexicano Carlos Slim o Manuel Pizarro. Faltan entre los mandarines algunos banqueros y varios empresarios. El libro es, en todo caso, sagaz, interesante y revelador. Zapatero aparece, según Cercas, como un tipo poco fiable; Rajoy, como un cínico y un gandul; Rubalcaba, como un redomado animal político. La conversación telefónica que Nadal mantiene con el presidente Montilla es memorable. El teatro del absurdo de Ionesco no la mejoraría.