"No logro entender -escribe Salvador Sostres en un artículo lúcido publicado en El Mundo- por qué extraño motivo el comunismo nos parece mítico cuando ha sido el totalitarismo más sanguinario de la historia de la Humanidad". Y añade el sagaz escritor: "No sé qué ternura nos puede provocar una ideología al amparo de la que se han asesinado a más de 60 millones de personas, y no entiendo por qué motivo si la propaganda nazi se considera acertadamente apología de genocidio, y está penada con años de cárcel, puede uno tan guapamente reivindicar el comunismo con adoración y nostalgia sin que le pase absolutamente nada".



Todo esto lo ha escrito Salvador Sostres con motivo del fallecimiento de un comentarista que fue relegado a segunda división por los mismos que a su muerte le han presentado como referencia de la intelectualidad de izquierda. La verdad es que, al margen de su talento, que lo tenía, el personaje en cuestión, desde el máximo respeto personal, me pareció siempre un sectario. Receloso, opaco, atrabiliario, era un permanente resentido. Resentido contra la entera sociedad, pero sobre todo contra los suyos de la izquierda, a los que consideraba especialmente torpes por su incapacidad para reconocer el talento y la supremacía intelectual del que vertía sus venenos y sus juicios excluyentes sobre la panza del periódico adicto, en editoriales y artículos especialmente, por cierto, farragosos y aburridos.



"Si la izquierda quiere vivir plenamente incorporada a la democracia y al sistema de libertades -concluye Salvador Sostres para cerrar su crítica acerba al impenitente sectario- no puede enorgullecerse de ser la heredera ideológica de aquellos criminales". En los años treinta del siglo pasado, la gran fascinación de artistas e intelectuales era el comunismo. Poetas, novelistas, filósofos, pintores, escultores, dramaturgos, periodistas, bebían en las fuentes del Moscú de Stalin. La mayor parte no eran sectarios y mucho menos criminales. Creían de buena fe en el nuevo mundo igualitario que el comunismo parecía ofrecer. Ni conocían la realidad totalitaria del sistema ni la extirpación de las libertades ni los tenebrosos gulags en la Siberia congelada. Por eso, cuando el tiempo puso al descubierto la realidad comunista desde Stalin a Pol Pot, desde Mao a Ceaucesco, los intelectuales y artistas que participaron del entusiasmo por el comunismo se dedicaron a derramar arena sobre el sueño convertido en pesadilla. Así es como se ha producido lo que denuncia Salvador Sostres de forma tan acertada: el nazismo, que careció de intelectuales y artistas afines de calidad, salvo aisladas excepciones, está hoy justamente apestado; el comunismo, no, porque los que se entusiasmaron con él en todo el mundo, entre ellos el sectario criticado por Sostres, corrieron espesos velos para que la opinión pública olvidara sus apologías anteriores.



En todo caso, me complace subrayar el valor y la profundidad de juicio del artículo Un pasado comunista, rara avis en los medios de comunicación, algunos de los cuales han tratado al impenitente sectario con el tradicional papanatismo de la torpeza o con el silencio de la ignorancia.



ZIGZAG

De nuevo, José María Zavala reaparece con un excelente libro histórico: La pasión de José Antonio. Sin telarañas en los ojos, ajeno a los prejuicios y a los tópicos, el joven historiador disecciona la vida y la obra del fundador de Falange Española. El libro no tiene desperdicio. José Antonio Primo de Rivera desfila por las páginas de esta obra con toda la pasión de un hombre joven e idealista que fue ajusticiado de mala manera, para muchos asesinado por sus ideas, a los 33 años, en lo mejor de la juventud. En medio de cien sugerencias interesantes, Zavala plantea una cuestión especialmente vidriosa: ¿dejó Franco que mataran a José Antonio sin mover un dedo para impedirlo? El autor aporta versiones y testimonios varios, algunos de los cuales producirán estupefacción en el lector. ¿Le convenía o no al dictador, enfrascado en la guerra incivil, que José Antonio muriera?