Luis Maria Anson



Prisionero en Siberia, cercado por "desoladas llanuras de nieve infinita", Fedor Mijáilovich Dostoyevski escribía a su familia. "Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera". "Tenía frío -en palabras de Federico García Lorca- y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua; pedía libros, es decir horizontes, es decir escaleras para subir a las cumbres del espíritu y del corazón, porque la agonía física, biológica, natural de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida".



Nuestro Quevedo, que se desplazaba siempre, en aquellos tiempos de tracción a sangre, con una biblioteca a cuestas, escribió: "Desterrado en la paz de estos desiertos, con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos". Versos de hiel y resignados, el gran escritor, que habló de la política de Dios, del gobierno de Cristo, de la tiranía de Satanás, estaba ya por encima del bien y del mal, de vuelta de la pasión, de la gloria y el poder, y solo ambicionaba leer despaciosamente los libros que le acompañaban en su forzado destierro.



"Yo -continúa el poeta del amor oscuro- si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría pan sino que pediría medio pan y un libro. Ataco violentamente a los que solo hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirse en máquinas al servicio del Estado". No estaría de más que Mariano Rajoy hubiera leído este párrafo de Federico García Lorca antes de cometer el inmenso error de eliminar el ministerio de Cultura. Y ofender, por añadidura, a la Ciencia que forma parte esencial de esa misma cultura.



Solo hace unos años el precio de los libros y la falta de espacio en las casas dificultaban la lectura. Ahora el ordenador, la tableta, el móvil, los asombrosos artilugios nuestros de cada día, han solucionado el problema. Se ha puesto en marcha las más profunda revolución cultural desde que Gutenberg inventó la imprenta hace cinco siglos largos. Se pasó entonces del libro reproducido por el copista de forma muy lenta y carísima a la multiplicación de ejemplares a través de las máquinas impresoras. Ahora, incluso en destierros como el de Dostoyevski o el de Quevedo, puede manejarse una gigantesca biblioteca a través de un instrumento electrónico que cabe en el bolsillo. Ni precios ni espacio pueden ya disuadir a nadie. El que quiere leer un libro carece de obstáculos formales. La Biblioteca Nacional de Madrid, la del Congreso de losEstados Unidosde América, la de París o el Vaticano se pueden llevar en el bolsillo, se pueden consultar en cualquier sitio, en la cumbre de la montaña, en la navegación a mar abierto, en la calle canalla o en el sosiego del apartamento diminuto.



Todavía no tenemos conciencia cierta de lo que la revolución tecnológica significa para la cultura. El libro, el periódico, la música, al alcance de todos, prácticamente gratis y sin distancias de lugar o de tiempo. Y estamos en la prehistoria informática. Imposible hacerse una idea de lo que va a ocurrir dentro de pocos años cuando los instrumentos electrónicos se manejen, no ya con la voz, sino incluso con el pensamiento. Callarán los eruditos a la violeta porque llevaremos todos la enciclopedia en el bolsillo. Se terminarán las desigualdades. El bien supremo, como lo definía Federico García Lorca, el bien de la cultura está ya al alcance de todos. Y los libros, los libros reclamados en su destierro siberiano, por el autor de La alquería de Stepanchicovo, aparecen ya nítidos y claros en la pantalla sin otro esfuerzo que el clic de la esperanza.