Luis María Anson



No hay salvación en el sándalo, no la hay en las raíces torturadas. El poeta es un ser para la nada, es un ser para la muerte. Entre los pétalos abrasados que preceden al último aliento, todo se explica en el no ser. Tiemblan los cuchillos sobre las arterias vegetales. Las serpientes ciegas y los pájaros inhóspitos encienden la oscuridad y la luz.



Canción errónea, el último libro de Antonio Gamoneda, es una tremenda meditación galopante. El poeta sabe que está pisando ya la oscura penumbra del más allá y se enfrenta con la muerte cara a cara, sin una vacilación, porque escucha las pisadas negras que ensucian la nieve. Sacude entonces la ceniza de sus párpados. Contempla el perfil de las ojivas cárdenas y se estremece en los cimacios de Vivaldi. La muerte es la hora sin tiempo, el recuerdo deshabitado del olvido. Cuerpo todavía vivo pero en agonía, el poeta alienta como un ser de soledad. Sabe que acaba de despertarse en la última mañana de su vida. Sobre el camino de hierro escucha el piafar de los caballos sementales. Las mentiras sagradas estimulan la muerte con su muerte. Es el verso metafísico, "la caída en el uno" de Heidegger, la superación de la lógica en los símbolos descodificados. Pero el amor se muestra todavía como un sacramento viejo, la última sustancia de sus venas, el cuerpo desollado en la fornicación sobre la púrpura.



En los versos de Gamoneda la luz se pelea a hachazos con la muerte. El poeta canta todavía con aliento, Léopold Sédar Senghor al fondo, a la mujer desnuda que arde en la belleza mientras una rosa de fuego se abre en su vientre clamoroso, entre las ingles celestes. En torno al amor giran las palomas. Ella, la amada, la que ardió en primavera, es roja y solar en el fulgor de los equinoccios. Desde su luz descienden las sílabas de oro. Todavía el amor habita en el olvido. El poeta vive entre la muerte cercana, entre el temor y el temblor, como Kierkegaard herido, acosado por las cicatrices y las sombras. Su emperrado corazón amora. Todavía hay música en sus venas. En la oquedad de la tristeza canta un pájaro altivo las palabras inmóviles. Hierve el rocío bajo los árboles torturados. La lluvia es negra sobre las amapolas y los muros. Zurean las palomas. La mentira es ya la única verdad. Huye la juventud divino tesoro cabalgando a galope tendido en los caballos del pasado. La muerte anuncia con sus gritos la cercanía azul de los cuchillos. El poeta solo pide una flor sobre su lápida.



René Char, igual que Gamoneda, escondía sus lágrimas entre las abejas y los pájaros. La luz se le acercaba como un animal transparente. En la Canción errónea, el poeta no sabe si va a morir porque tampoco sabe si ha nacido. No haber nacido, sí, esta sería la más cierta, la única solución. Porque la muerte es la madre de la vida. El poeta siente la lengua de la luz sobre su piel. Su propósito consiste en ser para no ser. Se le hiela el pensamiento que se hace profundo en el jardín de los desaparecidos. Avanza ciegamente hacia el gran sueño blanco de la muerte. Por encima ya del bien y del mal, camina los últimos pasos entre la desolación y el infinito cansancio. Abre entonces los ojos sobre el roble labrado, sobre la paciencia antigua, en el último amanecer, mientras escucha el gemido del mar. Entre la quietud y el vértigo, escribe Gamoneda, hay que restaurar el pacto luminoso con la muerte.



Las brasas de su corazón se calientan de nuevo en los amores más profundos. Recuerda entonces, huérfano de sí mismo, las manos grandes de su madre y aquel metal antiguo de sus ojos. Su piel era fresca como la piel del río. La herrumbre de la madre se hace gloriosa en la memoria del hijo. No penetra los ázimos hurmiento aunque en las telas de su corazón tejen sus manos la desgracia. Pero no todo está perdido. En la caja de Pandora, la de Rubén Darío, talismánica, pura, riente, se enciende la luz nueva de la esperanza. Es Cecilia, la nieta, que le dice: "Abuelo, respiras como un pájaro viejo. ¿Por qué conservas en ti tantas lágrimas?".