Luis María Anson
Sigo su obra desde que empezó. Estuve siempre seguro de que la tendría de compañera en la Academia. Ha construido una formidable obra literaria. Tiene un espíritu crítico indeclinable y es independiente de circuitos y monsergas. Escribe lo que quiere y como quiere. Algunos críticos, que hacen de dictadores en la república de las letras, han intentado desdeñarla sin conseguirlo. Soledad Puértolas ha cabalgado siempre a su aire.
En su última novela, Esteban, joven inválido por un accidente de tráfico, se mueve entre tres mujeres: Dayana, la actriz retirada, Violeta, su hija andarina, y Teresa, la belleza dolorida y erótica. Al final, el ramalazo de Selina irrumpe también en la vida de Esteban.
Lo que caracteriza a Mi amor en vano es la sencillez narrativa. Soledad Puértolas escribe casi sin adjetivos, casi sin metáforas, lejos de Borges y de Cela, sabiendo muy bien por qué escribe como escribe, saltándose además a la jineta los preceptos académicos de puntuación en los diálogos.
A Esteban, Dayana y Violeta, madre e hija, le recordaban a los héroes anarquistas de las novelas de Pío Baroja. Teresa, no. Teresa era un misterio, una interrogación en vilo. "Estaba llena de vida y de rencor". Cuando se acerca a Esteban y le dice: "Voy a separarme de mi marido, hemos llegado a una situación límite", el joven tullido sabe que ante él se han abierto de golpe los portones de la pasión. Soledad Puértolas maneja con pluma maestra la psicología profunda de sus personajes y el encontronazo de los sentimientos. La aparición de Julio iluminará el relato de nuevas emociones.
Una novela, en suma, breve e intensa que se agita entre los sosegados torrentes del amor y la infidelidad, de la incertidumbre y los rompeolas vitales. Es el amor en vilo que Alberti sintió por Beatriz Amposta y Pere Gimferrer recuperó para cebar su inacabable aliento lírico, sin referirse ninguno a Pedro Salinas que acuñó la expresión en La voz a ti debida.
Entre La rosa de plata y Queda la noche, Soledad Puértolas ha instalado Mi amor en vano como un cartel pegado al muro de la calidad literaria, desdeñosa ante las exigencias de la crítica, segura de sí misma, sabedora de que se encuentra ya por encima del bien y del mal en la vida literaria, embriagada por las viejas lecturas adolescentes y los versos de la madurez recobrada, entre el temor y el temblor de la existencia que se nos escapa a chorros de entre los dedos.