Luis María Anson



Me irritan los tópicos y los lugares comunes. También los adjetivos sobados y las metáforas cutres. Nunca he creído que la Historia sea maestra de la vida. Sí que puede aleccionar a los políticos ensoberbecidos. Mariano Rajoy debería retirarse un fin de semana, lejos de los inciensos que en su loor queman Soraya y María Dolores, acomodarse en su butacón preferido y leer despacio el último libro de José Varela Ortega: Los señores del poder y la democracia en España. Aprendería muchas cosas que ahora desconoce.



Varela es un pura sangre de la Historia. Escribe sin agobios desde su alfar fundacional. No es un intelectual que abomine de los políticos. Tampoco un historiador que azote a los banqueros. Se ha guardado el rebenque de la ironía y la mordacidad. Afirma que está "lejos de militar en las nutridas huestes que hoy andan a la caza intelectual del político". Tampoco se dedica a "organizar monterías con reses de banqueros, cuya veda parece haber abierto la interpretación equivocada de esta crisis profunda que padecemos".



Varela Ortega entrevera una serie de ensayos que recorren España, de borrén a borrén, desde la invasión francesa a la actualidad. Descarga en ellos su vasto conocimiento de la Historia Universal, también del pensamiento filosófico que ha zarandeado la inteligencia a lo largo de los siglos. No cree demasiado en la corrupción de la clase política sino en la corrupción del poder. Piensa, soleado por Raymond Carr, que los señores que mandan y quieren mandar más son los que lo enfangan todo.



Desde el conocimiento de la Historia, Varela Ortega, que abomina de la política capona, propuso en 1977 que se diera legitimidad a los Estatutos republicanos de Cataluña y el País Vasco y evitáramos entrar en el campo de minas de unas Autonomías que nadie reclamaba. Adolfo Suárez, Fernando Abril, Clavero Arévalo, Alfonso Guerra y otros cadáveres exquisitos, que eran todos muy listos, se pasaron por el arco de triunfo la propuesta del historiador e impusieron la artificial fórmula autonómica que solo treinta años después está despedazando a España.



Si Mariano Rajoy se molestara en leer, desnudos los ojos de ceniza, Los señores del poder, se encontraría con una crítica sagaz de la ocurrencia zapatética sobre la memoria histórica. "Corremos el peligro -había escrito Julián Marías- de que nos vuelvan a contar la historia desde la otra beligerancia". Azaña, al que Varela juzga sin diatribas ni beaterías, lo anticipó en 1937: "Se tejerá una historia oficial para los vencedores y acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos".



Los defectos y los errores de la derecha desfilan por el libro de Varela Ortega; los de la izquierda, también. "Ni socialistas ni republicanos supimos perder", escribió Sánchez Albornoz. En una demostración de su respeto al sufragio popular, Alcalá Zamora afirmaba: "De cada diez votos del régimen monárquico, nueve significan ignorancia, miseria, esclavitud, coacción y falsedad". El desprecio del pueblo español por las leyes, señalado por Castelar, nos diferencia de Inglaterra, Estados Unidos o Francia. Shlomo Ben-Ami subraya que Varela coincide con Cánovas del Castillo al residenciar ese desprecio en la guerrilla que alumbró la guerra contra Napoleón.



Para el autor del libro, el giro sustancial de la última España ha sido el cambio de socio constituyente impuesto por Rodríguez Zapatero. La Transición se produjo sobre el pacto de Estado entre el centro derecha y el centro izquierda, como fórmula estable para solucionar las grandes cuestiones nacionales. Zapatero envío al zaquizamí de la Historia al Partido Popular, prescindió del socio constituyente y se alió con los nacionalismos periféricos, que en muy poco tiempo le devoraron a él y amenazan ahora con descoyuntar a España.



Estamos, en fin, ante un libro cardinal, un ensayo histórico que ilumina los más oscuros recovecos de los dos últimos siglos de la historia española. Al apostar por la política de la concordia y la conciliación, José Varela Ortega apela, como Esquilo en la Orestiada, "a aquel dios que dispuso que en el dolor se hicieran los mortales señores de la sabiduría". A mí me impresiona más la vieja sentencia precolombina: "Estos toltecas eran ciertamente sabios. Solían dialogar con su propio corazón".