Dámaso Alonso se dio cuenta a tiempo de que la fórmula tradicional de la Real Academia Española -'limpia, fija y da esplendor'- había que completarla otorgando preferencia a la unidad del idioma. El latín se descompuso en una serie de lenguas romances -el español, el francés, el rumano, el portugués, el provenzal, el catalán, el gallego- cuyos hablantes no se entienden entre ellos. Sobre la unidad del español pesaba una amenaza semejante. Fernando Lázaro Carreter hizo una labor ingente para impedir que el idioma de Cervantes se fracturara. La gestión de Víctor García de la Concha como director de la Real Academia ha sido sobresaliente. Se ha desvivido en el cargo, ha viajado a las naciones hispanohablantes, ha demostrado una excelente mano izquierda para la lidia al natural, ha sumado todas las voluntades y ha impedido que el español se fragilizara. El riesgo de que nuestra lengua-hablada por 500 millones de personas- se descomponga ha sido superado y el Diccionario normativo de la RAE está firmado por los académicos de los 22 países hispanohablantes. Víctor García de la Concha se merecía el Toisón de Oro -máxima condecoración mundial- que le otorgó Su Majestad el Rey. No se pueden hacer mejor las cosas al servicio del idioma de Cervantes y Borges, de Quevedo y García Márquez, de Ortega y Gasset y Octavio Paz, de Lope de Vega y Miguel Ángel Asturias, de San Juan de la Cruz y Juan Rulfo, de Miguel Delibes y Mario Vargas Llosa, de Federico García Lorca y Pablo Neruda.

Al frente del Instituto Cervantes, García de la Concha ha puesto toda su experiencia, su entero conocimiento y su inacabable sabiduría literaria. Está haciendo, en época de especiales dificultades, una tarea extraordinaria con general reconocimiento. Tal vez no haya nadie en España que tenga la capacidad de García de la Concha para pilotar la nave del Cervantes.

Dicho esto, a la parte más seria del mundo de la cultura se le cae la cara de vergüenza al contemplar la suntuosidad del edificio en que, por decisión zapatética, se instaló el Instituto Cervantes. Hubiera bastado un piso de mil metros cuadrados, unas oficinas discretas y funcionales. En lugar de eso, en plena desmesura despilfarradora, el Cervantes ha ocupado el palacio del Banco Central. El lujo y la ostentación lo presiden todo. En mármoles suntuosos y bronces fatigados, en altivas cariátides y estancias opulentas, en el boato de pomposas salas interminables se dilapida el dinero público. Por las noches el edificio refulge con una iluminación carísima que insulta al mundo de la cultura, angustiado por las estrecheces y el agresivo 21% del IVA con que se gravan sus principales actividades.

¿Cuánto le cuesta al españolito, sangrado a impuestos de forma inmisericorde por el Gobierno, preguntaba yo hace unos meses, el mantenimiento del edifico de Palacios y Otamendi en el que se ha instalado el Instituto, cuánto la calefacción, el aire acondicionado, la luz, el teléfono, la limpieza, la seguridad, el ejército de empleados? ¿Qué utilidad tiene, por ejemplo, para el Cervantes la grandiosa caja fuerte, considerada como una de las más inexpugnables de Europa?

Parecería lógico que ministros de probado equilibrio -García-Margallo y Wert- tomaran una decisión evitando el insulto que para el mundo de la cultura supone tanta ostentación, tanto derroche, tanta desmesura, cuando el teatro, por ejemplo, se arrastra casi en la indigencia y el cine no encuentra el mínimo soporte económico para desarrollarse.