Carmen, Suárez y el Rey
Por Luis María Anson, de la Real Academia Española
1 noviembre, 2013 01:00Ana Romero se ha acreditado sobradamente como una escritora culta y capaz. Su libro El triángulo de la Transición es de lectura imprescindible. Ana Romero ha escudriñado en los manantiales de tres personajes: Carmen Díez de Rivera, Adolfo Suárez y Juan Carlos I. Del Rey y del presidente se ha escrito mucho y, entre millares de páginas que son pura hojarasca, los historiadores serios han radiografiado la imagen real de ambos personajes. Faltaba la mujer clave de aquellos años. Ana Romero la ha encontrado. Imposible entender a fondo lo que la Transición supuso sin leer el libro de la periodista que ha hecho un trabajo históricamente sobresaliente y, además, lleno de interés.
Conocí a Carmen Díez de Rivera cuando era una adolescente que ignoraba su verdadero origen. Salí muchas veces con ella. También, en ocasiones, con Ramón Serrano Suñer, hijo, y con su hermana Pilar. A mí me aburrían las fiestas igual que ahora. Carmen me insistió en que acudiera a su puesta de largo, un acontecimiento estúpido borrado ya de los convencionalismos sociales. Acudí a Puerta de Hierro acompañado por Myriam Urquijo, que era la belleza de la época. A Myriam se le perdió la invitación y fuimos a casa de Carmen, en la calle Hermosilla, para pedir una nueva. Ana Romero cuenta cómo vimos el traje de Carmen, confeccionado por Balenciaga, que colgaba de la lámpara del comedor. Me acuerdo de que en aquella época Carmen era la simpática e inteligente y Sonsoles, su hermana, la guapa, la guapísima. A Sonsoles la he tratado poco pero el tiempo me ha demostrado que, sobre su belleza que nos deslumbraba, predominaba la bondad, una extraordinaria inteligencia y un permanente sentido del humor.
El descubrimiento de su paternidad -hija de Ramón Serrano Suñer, novia del hijo de éste, es decir, de su propio hermano, sin saberlo- transformó la vida de Carmen. En África y en París descubrió un mundo nuevo que nada tenía que ver con la propaganda de la dictadura franquista, donde atronaban los cencerros del poder. Se dio cuenta a tiempo de que la transición a la democracia exigía el reconocimiento del partido comunista. Ella convenció a Suárez, anclado todavía, en el verano de 1976, en sus adherencias falangistas. Ella fue clave para la incorporación de Santiago Carrillo a la vida nacional. Ella fue la muñidora de la cena pública en Barcelona, a la que asistí, convocada por Auger y en la que se apareció en carne mortal por primera vez Carrillo, sentado en la mesa de Carmen. Ella, en fin, condujo a Suárez a la difícil legalización del PC, lo que autentificó ante el mundo las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977 y desbarató la palabra batracia de algunos políticos adictos a la dictadura, si bien una buena parte de los falangistas de pelo en pecho y recortado bigotito se habían encaramado en el carro del vencedor y habían utilizado el yunque para clavar las cinco flechas simbólicas en el tafanario de José Antonio.
El cherchez la femme no era fácil, entre tanto historiador porcelanosa y tanto cabroncete presuntuoso. Ana Romero ha sabido hacerlo. Durante un periodo dilatado, Carmen, convertida ya en personaje, venía todas las semanas a almorzar conmigo en mi despacho. Hablábamos sobre todo de música y de literatura. Poco de política, pero cuando ella hacía referencia a la vida pública era certera. Tenía una información completa y bien digerida, la de la Presidencia del Gobierno, la del entorno de la Zarzuela. Y era sagaz y provocadora al interpretarla. Odiaba la política alcahueta y el patio de vecindad del chisme y las cotorras. Se refería a veces a amigos, periodistas unos, políticos otros, gilipuertas los más. Carmen se había hecho muy cruel en sus juicios. Despellejaba con fervor a los amigos comunes de nuestra primera juventud. Me ha divertido leer lo que decía sobre un par de periodistas singulares.
El triángulo de la Transición, en fin, es un recreo para el buen gusto literario, una obra de obligada lectura, un ventanal abierto a la época dorada de la Transición, cuando, cuatro décadas después, el régimen está agotado. Si se quiere prorrogar el espíritu que lo informó, habrá que abordar la reforma constitucional a la que se sumen las nuevas generaciones, indiferentes hoy al 70%, indignadas al 30% ante la deriva de la corrupción y la voracidad de los partidos políticos y los sindicatos, asqueadas al 100% de una situación que ha emborrascado los horizontes de la esperanza.