Trabajó doce años en las ilustraciones del Quijote. Se asesoró con los principales cervantistas, Martín de Riquer a la cabeza. Reflexionó profundamente sobre el texto de Cervantes hasta comprender el genio del escritor en todo su alcance. Hizo infinidad de apuntes y seis centenares de dibujos. No me gustan las comparaciones pero me parece claro que Mingote, ilustrador del Quijote, no cede ante ninguno de los que le precedieron en la tarea. Asombra la obra realizada. Un directivo de Planeta me dijo con suficiencia: “Solo porque nos lo has pedido tú, editaremos el libro en una edición de lujo. Nos servirá para hacer regalos, porque está claro que apenas se venderá”. A un precio descomunal y en solo 48 horas se agotó la edición del Quijote ilustrado por Mingote.
Ahora esas ilustraciones extraordinarias se exhiben en la Sala de Exposiciones de la Sociedad Cervantina, calle Atocha, 87, en el mismo edificio del siglo XVI, que se conserva bien, y en el que estuvo la imprenta de Juan de la Cuesta. El visitante puede ver, además de la exposición de las ilustraciones de Mingote, la estancia donde se imprimió la primera edición del Quijote en 1605 y contemplar cómo funciona la máquina que se utilizó para la impresión y que es una réplica exacta de la que allí estuvo instalada. Emocionante. Emocionante todo: la magna exposición y, además, el caballete con el cuadro en que Mingote, pintor, trabajaba unos días antes de su muerte, recuerdos personales del artista y las primeras ediciones de sus libros.
Antonio Mingote es uno de los nombres más destacados del siglo XX español. Su popularidad fue inmensa. Suscitó el respeto de todos, a izquierda y a derecha. Un libro excepcional, sin palabras, le llevó a la Real Academia Española: Hombre solo, considerado por la crítica especializada como una de las obras más destacadas del siglo XX junto a La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset; Sonetos del amor oscuro, de García Lorca; Sobre la esencia, de Xavier Zubiri; La agonía del cristianismo, de Miguel de Unamuno; El príncipe destronado, de Miguel Delibes; Jardines lejanos, de Juan Ramón Jiménez; Poemas de la consumación, de Vicente Aleixandre; Tirano Banderas, de Valle-Inclán; Orígenes del español, de Menéndez Pidal, y La lucha por la vida, de Pío Baroja.
Hace muchos años escribí que Mingote es “uno de los mejores humoristas de la Literatura española, después de Cervantes; al que de tanto leer y tanto dibujar cuerpos y almas se le secó un día el corazón y le golpeó el infarto, y ahora saca todas las mañanas su alma herida a pasear por el Retiro y tiene en sus silencios algo de aquellos toltecas que eran ciertamente sabios porque solían dialogar con su propio corazón”.
Cada viñeta de Antonio Mingote es un tratado de metafísica, toda la ciencia del ser en un trazo furtivo, descarnada la incógnita del hombre, el no saber adónde vamos ni de dónde venimos, el alfa y el omega de la existencia humana en la desolada sonrisa del pensamiento profundo. Era Mingote la poesía viva en cada trazo, los largos días de Isabel y rosas, los dibujos del amor como versos todavía sin cicatrizar.
No ofendía a nadie. No agredía a nadie. Hablaba bien de sus enemigos. Y estaba siempre, con las debidas excepciones, contra los que abusaban del poder, ministros del Gobierno, algunos banqueros, algunos militares, eclesiásticos, empresarios, especuladores, la burocracia deshumanizada. Fue, con Miguel Delibes, el gran progresista del siglo XX, siempre en defensa del pobre frente al rico, del negro frente al blanco, de la mujer frente al hombre, de las pequeñas naciones frente a las grandes, del niño ante la incomprensión de los mayores, del subalterno frente al jefe, del joven frente al oscurantismo moral, incluso del toro ensangrentado frente al torero de la espada y el verduguillo.
Ana Folguera es la eficaz comisaria de esta exposición que emocionará al público en general y a los seguidores de Antonio Mingote en particular, prolongando la inmensa popularidad de la que gozó en vida. A las nuevas generaciones que acudan a la Sociedad Cervantina a contemplar las ilustraciones del Quijote hay que decirles que Mingote, el genio del lápiz, fue un hombre bueno al que todos querían y que un día, al reflexionar sobre la sociedad cruel que nos rodea, dijo: “Tengo que esforzarme muchas veces para no regalar mi lápiz a un pobre y echarme a llorar”.