“El ser es un ser para la nada, es un ser para la muerte”. Al referirse a esta frase de Sartre, Gabriel Marcel, en Le Mystère de l'Être, habla de la “metafísica de lo viscoso” y combate el pesimismo del autor de L'être et le néant. Camus no creyó en la sinceridad del filósofo y se enfrentó agriamente a él en el café de Flore. “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, escribió. Simone Weil, “la mujer derrotada por su propia inteligencia”, va más allá y en sus Intuitions pré-chrétiennes afirma que “el gran crimen de Dios contra nosotros consiste en habernos creado, en que existamos”. Es el “¿por qué vivimos?” de Unamuno, que sufría la agonía del cristianismo. Buero Vallejo, al margen de cualquier verdad religiosa, subrayaba la atrocidad de que hemos nacido “condenados a muerte”.
Álvaro Pombo se ha planteado el problema de Dios en una novela que es mucho más que una novela. El padre Abel se suicida en su convento trapense de la Gorgoracha, en Granada. Aparte la fabulación urdida por el novelista en torno al monje que se ahorca y a la investigación tenaz del periodista Miguel Beltrán, Pombo convoca a Santo Tomás, a Hegel, a Kafka, a Husserl, al temor y el temblor de Kierkegaard para debatir sobre la existencia de Dios y el cristianismo. No solo hace hablar a los cinco monjes que quedan en el convento, sobre todo a Raimundo e Ignacio, sino también a su entorno: a Margareta, agnóstica y razonadora, que flanquea a la abacial Mariana de Mansilla, condesa viuda de la Vela, benefactora de la orden.
Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, es el título de la novela. Álvaro Pombo sabe que su corazón está ardiendo dentro de su cuerpo, al citar a San Lucas y suprimir del título la angustia final. “Quédate, Señor, con nosotros, porque atardece, y el día ya ha declinado”, escribió el evangelista. Al autor le parecen esotéricos los textos de Zubiri en Naturaleza, Historia, Dios, tal vez porque el monje Raimundo siente, como decía San Bernardo, el espíritu vacío, la meditación menos devota, el afecto más árido y la ofrenda de la oración menos fecunda.
El sacerdote suicidado, Abel, leía a Eckhart: “Dios es una luz a la que no hay acceso. No existe el camino hacia Dios”. Era la realidad de Pablo en los Hechos de los Apóstoles: “Saulo se levanta del suelo y, con los ojos abiertos, nada veía”. La idea de Nietzsche de que el error no es ceguera, es cobardía, a la que se sumó Sartre, atormenta por igual a Pombo y a su personaje Abel. Raimundo, el broncas trapense, “¡que iracundia de hiel y sin sentido!” del verso de Juan Ramón, duda muchas veces pero su horizonte no es el suicidio sino el sacerdocio del sacrificio según el orden de Melquisedec. Tiene dudas, pero no cree que la muerte sea el silencio de Dios. Eso queda para la inquietud de Ingmar Bergman. También para un compañero de Pombo que fue un gran novelista, el inolvidado Manuel Halcón.
Margareta le dice a Raimundo que se siente culpable porque en sus conversaciones con el padre Abel no le animó lo bastante. Y el monje se mató “para hacernos ver que hemos llegado al límite de un género de vida y que necesitamos todos una conversión”. Ya lo decía Ortega y Gasset en El Imparcial: los místicos han tenido siempre horror a las definiciones porque una definición en un libro de mística produce el mismo efecto que el canto del gallo en un aquelarre: todo se desvanece.
La novela de Álvaro Pombo gana en intensidad, página a página. Constituye una auténtica fenomenología de la fe, como le escribe Andrés Torres en una interesante carta. Es una tremenda meditación galopante, apenas dulcificada por la fabulación. Es un no sé qué que queda balbuciendo, escribe Pombo sin citar a Juan de la Cruz. Es el combate entre el ateísmo, el agnosticismo, la presencia de Dios, la reflexión atroz de Rubén, “no saber adónde vamos ni de dónde venimos”. Al lector le da la impresión de que el autor de la novela, desde un escepticismo feroz, se siente cómodo entre los creyentes de un cristianismo renovado, al margen del rebaño de los practicantes, descarriado del redil dogmático.