En la Academia, son todos los que están pero no están todos los que son, porque hay más de cuarenta escritores con mérito para enriquecer literariamente la Casa de las palabras, que ha cumplido ya los tres siglos de servicio al idioma y a la cultura de España.
Me preguntaron en una emisora de radio por los nombres que a mi juicio faltaban en la Academia. La respuesta no pudo ser más fácil. Falta Juan Marsé. Falta Eduardo Mendoza. Falta Jaime Siles. Falta Antonio Gamoneda. Falta Victoria Atencia. Falta Antonio Colinas. Falta Clara Janés. Falta Pérez Azaústre. Falta Guillermo Carnero. Falta Angélica Liddell. Falta Fernando Arrabal. Falta Juan Mayorga. Falta José Sanchis Sinisterra. Falta Ana Diosdado. Falta Albert Boadella. Falta Paloma Pedrero. Falta Elvira Lindo. Falta Pedro Almodóvar. Falta Gutiérrez Aragón. Falta Adela Cortina. Falta Fernando Savater. Falta Laura Freixas. Faltan otros nombres de relieve y, además, algún eclesiástico, algún militar, porque la Academia mantiene desde hace trescientos años una amplia representación social y por eso figuran en ella también prestigiosos juristas, economistas y científicos.
Basta repasar la relación de académicos desde el siglo XVIII para comprobar que, con varias excepciones, la historia de las letras españolas de los tres últimos siglos en la Real Academia está. Ciertamente, algunas ausencias resultan especialmente dolorosas. Ortega y Gasset, enemistado con Menéndez Pidal, no quiso incorporarse a la Academia a pesar de los esfuerzos de Gregorio Marañón. Juan Ramón Jiménez se quedó fuera por su dilatado exilio y Rafael Alberti porque a su regreso a España le faltó el ánimo, a pesar de las gestiones de Fernando Lázaro Carreter.
Poetas, dramaturgos, novelistas, periodistas, ensayistas, filósofos, lingüistas, lexicógrafos, científicos, eclesiásticos y militares han nutrido la Casa del idioma que ha ampliado, con la defensa de la unidad de la lengua, el tradicional limpia, fija y da esplendor. Hubo una época en que el español pudo fragmentarse en varios idiomas, como ocurrió con el latín en la Edad Media. La visión sagaz y certera de Dámaso Alonso, de Lázaro Carreter y de Víctor García de la Concha impidió el desastre. Hoy, el Diccionario lo firman las veintidós Academias de las naciones hispanohablantes y los horizontes brillan despejados. Cerca de 500 millones de personas hablan español. El inglés es, con mucha diferencia, el primer idioma internacional del mundo. El español ocupa el segundo puesto por encima del francés, del portugués, del alemán, del italiano, del árabe y del ruso. Y del chino, que no es un idioma internacional, aparte del enjambre dialectal que se agita en la gran nación asiática. No se puede hablar propiamente del idioma chino. Como lengua materna, por cierto, el español se ha encaramado ya en el primer lugar del mundo.
La elección de académicos de la Española está regulada en los Estatutos y, cumplidos una serie de requisitos, corresponde al Pleno de la Academia elegir a los que se irán incorporando a las tareas de la Casa. Desde el siglo XVIII se aplica una fórmula rigurosamente democrática que ni el dictador Franco fue capaz de fracturar, aunque lo intentó inventándose el Instituto de España. A mí personalmente me gustaría que en la Academia aumentara el número de mujeres pero no por razón de cuotas. Eso me parece una sandez. Paso a la mujer que se abre paso. En las nuevas generaciones de las letras españolas brilla el fulgor de escritoras que engrandecerán nuestra literatura y robustecerán el trabajo de la Academia, la única institución del siglo XVIII que conserva autoridad sobre las veintidós naciones que formaban entonces la realidad política de España. A lo largo de 300 años se ha hablado en la Casa solo de ciencia del lenguaje al margen de la política. Y eso lo reconocieron siempre las naciones iberoamericanas con Bello y Cuervo a la cabeza.