Su abuelo no hubiera fruncido el ceño. Por el contrario, le habría complacido especialmente que el nieto abordara la presidencia del Teatro Real reconociendo el mérito allí donde se produce, al margen de ideologías, de fobias excluyentes o filias aduladoras. No quiero agriar la crítica sobre etapas anteriores, ya que los responsables, entonces, se enfrentaron con problemas de esquinada solución. La realidad, en todo caso, es que el Teatro Real languidecía. Se había quedado sin tensión, con un encefalograma inclinado a la planicie y una afición admirable sumida en el desencanto.

Gregorio Marañón espoleó el corcel abotargado y convocó a las tareas del Real a Gerard Mortier, un sabio de la ópera, audaz y provocador, que devolvió en unos meses a la afición madrileña el debate, la controversia, la acidez que siempre ha rodeado al mayor espectáculo intelectual del mundo: la ópera. El órdago de Marañón estaba erizado de riesgos pero enseguida pudo advertirse que había sido un gran acierto. En los medios culturales madrileños se volvió a hablar de ópera. Algunos se mostraron detractores implacables de Mortier; otros le aplaudieron con complacencia. La ópera retornó al debate cultural. El público tuvo ocasión de comprobar el talento de Shostakóvich, el enemigo de Stalin, en una Lady Macbeth inolvidable; se estremeció con la voz prodigiosa de Camila Tilling en el montaje del San Francisco de Asís de Messiaen; le irritó la falta de calidad de la Andrea Chenier de Giordano; vibró con el espectáculo pop de Vida y muerte de Marina Abramovic; subrayó el fracaso de Salomé; entendió el desafío que supuso Poppea e Nerone de un Monteverdi que fatigó por lo largo; aplaudió a rabiar La conquista de México y The Indian Queen, donde Peter Sellars le dio la vuelta a Purcell como a un calcetín; no entendió por qué la Fura del Baus desvituó el mensaje masónico de La flauta mágica, inspirada en Lulú, oder die Zauberflöte de Liebeskind y en Sethos de Jean Terrason; se emocionó con la Tosca-Espert que demostró a Mortier que no todo en Puccini es decadente; se asombró con la calidad de Mahagonny, erizante y polémica, Brecht alentando al fondo; aceptó el atonalismo en algunas óperas y tuvo ocasión, en fin, de disfrutar con varias representaciones del circuito clásico.

Un cáncer de páncreas ha apartado a Mortier de la dirección del Real. Gregorio Marañón, bien respaldado por Ignacio García-Belenguer, ha sorteado todas las zancadillas de dentro y de fuera y, conforme a su espíritu liberal, ha acertado al elegir a Juan Matabosch, que ha dirigido eficazmente en Barcelona el Gran Teatro del Liceo y que es hombre sencillo y capaz, enamorado de la música y dispuesto, desde otra perspectiva y con otra personalidad, a continuar los éxitos del Real durante los últimos años. Estoy seguro, además, de que sacará adelante un proyecto del que me habló Mortier hace algún tiempo: la versión operística de El Público de García Lorca. Puede ser una gran conmoción en el mundo intelectual, como lo fue su estreno en Madrid, al que asistí y que recuerdo todavía asombrado.

Gregorio Marañón, en fin, no necesita ni reconocimientos ni aplausos. Está por encima de los oropeles y los fuegos artificiales. Pero a mí me complace subrayar, frente a los sectarismos de todo tipo que padece la vida española, lo que ha significado, lo que significa un liberal al frente de institución tan cardinal como el Teatro Real.

ZIGZAG

Admirable Stephen Hawking. Tuve ocasión de conocerle y conversar con él dos veces en Oviedo. Me sorprendió su sencillez y su simpatía. En la primera ocasión me costó entender su voz en el programa informático que controla desde un sensor en las gafas; en la segunda, su mujer me facilitó la comprensión de lo que el genio quería decir. Su libro de memorias me parece aleccionador. Revela una extraordinaria grandeza de espíritu ante la desgracia. “Siempre evito compadecerme de mí mismo”, escribe Hawking, que considera su vida plena y satisfactoria sobre todo después de la enfermedad que le mantiene desvencijado sobre una silla de ruedas.