Tras la cena que recrea y enamora, recitábamos versos hasta la madrugada. El pozo cultural de Octavio Paz carecía de fondo. Luis Rosales y yo disfrutábamos de la compañía del autor de El laberinto de la soledad, la inteligencia más clara que he conocido, tras Arnold J. Toynbee, a lo largo de mi dilatada vida profesional. Alguna vez he dicho que Octavio Paz conocía a fondo las artes y las letras de Occidente, también las de Oriente, pero jamás ofendía con sus saberes. Aunque rara vez exhibía los puñales escondidos en el cinto, tenía capacidad para herir, como aprendió a destiempo Carlos Fuentes. Octavio Paz conocía a fondo la poesía en lengua española. Luis Rosales y yo, en las interminables sobremesas en Madrid, también en México, coincidíamos con sus juicios sobre los poetas antiguos y actuales, aunque discrepábamos del desdén que el autor de Vuelta sentía por Pablo Neruda.
Octavio Paz era antes que nada un poeta. El aliento lírico le impregnaba por completo. Fue también un filósofo que dejó ensayos esclarecedores sobre el ser y el tiempo, sobre la condición humana y la aventura de la vida. Mantuvo, por otra parte, una posición política extraordinariamente firme. Estuvo siempre a favor de la libertad y en contra de la dictadura, de todas las dictaduras. Se atrevió a denunciar junto a Vargas Llosa la tiranía castrista cuando Fidel era el ídolo de la izquierda. La progresía de caviar y domperignon se revolvió contra él pero el autor de Vuelta no retrocedió un paso. El encarcelamiento de Herberto Padilla por su libro Fuera de juego afiló las aristas de Paz, satisfecho de que Jean Paul Sartre se olvidara de antiguos elogios para acosar en las calles de París a Alejo Carpentier, gran escritor pero representante de Castro, al grito de “canalla, miserable”. También Enzensberger, luego Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, como el propio Paz, se revolvió contra el dictador en favor de Padilla. Más adelante, una parte del progresismo de salón que idolatró al sátrapa se desprendió de las vendas. Cincuenta intelectuales españoles firmaron un manifiesto contra el tirano, entre ellos Pedro Almodóvar, Ana Belén, Imanol Arias, Lluís Pascual, Juan José Millás, Elvira Lindo, Javier Mariscal y Wyoming. Vargas Llosa se atrevió a calificar a García Márquez de “cortesano de Castro”.
Asombrado ante el éxito cosechado por el espíritu de concordia y conciliación de la Transición española, Octavio Paz me dijo un día en mi despacho de ABC: “Al final ha triunfado lo que producía más rechazo en los dos bandos de la Guerra Civil: la democracia, odiada por el Alzamiento franquista; y la Monarquía, rechazada por la España republicana”.
Árbol adentro de su vida colmada de éxitos, río arriba, Octavio Paz, ya premio Nobel, fue galardonado con el Mariano de Cavia, y en la noche clara del alma del ABC verdadero, nos deslumbró el poeta: “La noche borra noches en tu rostro, derrama aceites en tus secos párpados, quema en tu frente el pensamiento y atrás del pensamiento la memoria”. Estuvo sembrado Octavio Paz en aquel acto. A Blanca Berasátegui le dijo: “Tus ojos son la patria del relámpago y la lágrima”. Y se emocionó cuando yo recité los versos definitivos de Piedra de sol, escritos para la amada inmóvil: “Voy por tu cuerpo como por el mundo, tu vientre es una plaza soleada, tus pechos dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos, mis miradas te cubren como yedra, eres una ciudad que el mar asedia, una muralla que la luz divide en dos mitades de color durazno, un paraje de sol, rocas y pájaros bajo la ley del mediodía absorto”.
Una espina, en fin, entre tantas rosas: el despego de su hija Helena que, más tarde, le desmitificó navajeándole de forma cruel. “Picasso -escribió- es uno de los tres genios verdaderos que he conocido, después de Ortega Gasset y Ernest Jünger, de quien tuve la fortuna de su íntima amistad”. El elogio iba dirigido contra el padre que soportó siempre en silencio el desdén de la hija airada.