El Valle-Inclán, patrocinado por Coca-Cola, se ha convertido en el premio de referencia de la vida teatral española. Es estrictamente privado y se otorga al acontecimiento del año. De ahí su prestigio y su solidez. Hay premios públicos que son recibidos cada doce meses por una nube de actrices, actores, directores, autores, escenógrafos, productores… Se diluye el efecto entre tanto nombre y tanto compromiso.
El Jurado del Premio Valle-Inclán está formado por nombres relevantes e independientes de la vida teatral española. Lo ha presidido Francisco Nieva, nombre cimero de la cultura española. En su VIII edición, Nuria Espert ha sustituido al académico, robusteciendo el galardón con su conocimiento profundo del hecho teatral. Todo el mundo sabe que el Jurado del Premio Valle-Inclán es incontrolable. Se premia a quien se premia al margen de influencias, manipulaciones o presiones.
Las votaciones se hacen además cara al público por el sistema Goncourt. Tres centenares de personajes del teatro asisten en la cena del Real a la emoción de las eliminaciones donde van cayendo poco a poco nombres relevantes hasta la votación final. Hay conciencia clara de que no ocurre como en otros premios, que están amañados y se sabe quién va a ganar. En el Valle-Inclán el resultado es impredecible. Sale lo que sale. Y los asistentes todos a la cena en el Teatro Real hacen sus porras porque están seguros de que se trata de una votación abierta y transparente.
Y ahí están los resultados. Ocho ediciones ya. Convertido en el premio de referencia del teatro español, en el más codiciado por todos, cuenta con ocho premiados del más alto nivel. Abrió el galardón el incomparable Juan Echanove que derrotó en la votación final a José Luis Gómez. Le sucedió Angélica Liddell, luego premio internacional Avignon en dos ocasiones, representante del teatro más audaz, un prodigio como autora, como actriz, como directora. A mí me satisface especialmente que en la lista del Valle-Inclán esté Angélica Liddell. Ha despejado los horizontes todos para multiplicar sus triunfos. Juan Mayorga y Miguel del Arco representan la verdad auténtica del teatro. Son incombustibles. Carmen Machi es como un milagro sobre la escena. Francisco Nieva y Nuria Espert adornan con sus nombres consagrados la relación del Premio Valle-Inclán. Y Carlos Hipólito ha paseado su sabiduría de actor por los escenarios de toda España. A lo largo de mi dilatada vida profesional he conocido a pocos actores con tantas simpatías como despierta el vencedor de esta octava edición del Premio Valle-Inclán.
He dicho muchas veces que los premios literarios son como el sonajero de los escritores y los artistas. Se hace ruido con ellos durante unas semanas y luego lo que cuenta es el trabajo nuestro de cada día. La gente juzga no por el éxito anterior sino por lo que está viendo o leyendo ahora. Decía el inolvidado Luis Calvo que la fórmula más adecuada para satisfacer a alguien es el elogio puesto que la persona más inteligente si no se lo traga al menos lo paladea. Claro que no me trago los elogios que se han dedicado y que se dedican al Premio Valle-Inclán. Pero los paladeo con gusto porque ha cumplido plenamente los objetivos para los que fue creado: realzar el teatro en España. La temperatura cultural de una ciudad se mide con el termómetro teatral y Madrid se alinea hoy, gracias al teatro, entre las cinco grandes capitales de la cultura en el mundo junto a Nueva York, Londres, París y Buenos Aires, con Berlín en puertas y Shanghai al acecho.
No se trata de recrearse en el éxito del Premio Valle-Inclán porque son muchas las cuestiones que todavía es necesario mejorar. Pero El Cultural de El Mundo se siente especialmente satisfecho de esta criatura que dio a luz hace ocho años y que se ha convertido en el más deseado galardón del teatro español y en la cena a la que todo el mundo quiere asistir. Hay tiros por estar en el restaurante del Teatro Real en el acto de concesión del Premio.