“No existe hoy un español -me dijo Fernando Lázaro Carreter en mi despacho del ABC verdadero- con una obra de investigación tan seria y provocadora como la de Caro Baroja. Tu periódico se enriquecería con su firma”.

Nos invitaba Fernando a Julio y a mí a almorzar en un restaurante cercano al Estadio Bernabéu. Se sumaba en ocasiones José López Rubio. Escuchar a Caro Baroja era un ejercicio de agilidad intelectual y de inacabable sugestión. Recuerdo aquellos encuentros con el sabor agrio y dulce de lo que se ha ido para no volver. López Rubio se había metido a fraile o algo parecido y sorprendía a Caro Baroja hablándole de Chaplin y sus veladas al violín con Einsten en la dorada casa de Charlot en Hollywood. Fernando Lázaro atizaba al autor de Vidas mágicas con su interpretación discrepante de la significación de los judíos en España. Citaba el odio hebreo de Quevedo y la procacidad de sus insultos hasta que Julio reaccionaba desencadenando la cascada de su erudición. Yo callaba. A veces. Cuando Caro hablaba de África, le envolvía con los poemas de los escritores melano africanos y con el choque de pedernales entre la arabidad y las culturas de la Negritud, conforme a los estudios de aquel inmenso poeta e inolvidado amigo que fue Léopold Sédar Senghor.

Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, académido de la Real Academia Española, también de la Historia, Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes, Julio Caro Baroja estaba por encima de los oropeles y los fuegos artificiales. Era un sabio, no sé si humilde, pero sí discreto y oscurecido. Odiaba la vida de relación social y los convencionalismos todos. Se refería a su tío Pío Baroja con admiración incierta. En 1956, poco antes de su muerte, acudí a entrevistar al novelista para el periódico de la Escuela de Periodismo. Tuve la suerte de que llegaran Castillo Puche y Hemingway, ya Premio Nobel. Pío Baroja canturreaba en la cama y desvariaba indiferente a todo.

No olvidaré el día en que Caro Baroja, mientras almorzábamos de forma frugal, se enfrentó con su gran amigo Fernando Lázaro Carreter y le dijo: “Déjate de pamplinas con los judíos a los que yo he dedicado largas horas de mi vida. Y hablemos de las otras brujas y diablas, de las que formaron parte durante siglos de la esencia popular de España y que todavía hoy alientan en nuestra mejor literatura y ahí tienes a Valle-Inclán para comprobarlo”.

Julio Caro Baroja, que tenía los ojos tartamudos y desdeñoso el bigote, nos habló aquel día con fanatismos de sabio y sabidurías de enamorado de las brujas y las llamas de la Inquisición. Nos encendió. Nos incendió. Nos puso de hinojos. Nos encalabrinó. Comprendí entonces, casi de golpe, por qué un intelectual tan exigente como Fernando Lázaro Carreter le tenía destacado en el altar de sus devociones.

“Si no le trajera sin cuidado el reconocimiento de su obra -me dijo el gran académico-, si no desdeñara la posteridad, si no despreciara su puesto en la historia del pensamiento español, Caro Baroja ocuparía en Europa lugar cimero junto a Ortega y Gasset, junto a Unamuno, junto a Menéndez Pidal...”

Desde su tumba en Vera de Bidasoa, cerca de la casa Itzea, Caro Baroja asistirá sonriente y con cierta coña marinera a las celebraciones de un centenario como el suyo destinado a naufragar en el océano de su obra intelectual, más de cien libros que pugnan entre ellos por su calidad y su interés. Me sumo yo al recuerdo del autor de Los vascones y sus vecinos con estos esbozos del trato personal y el aliento de la palabra yacente y la imagen deshabitada.

ZIGZAG

Octavio derrotó a Marco Antonio, contempló el cadáver de Cleopatra, se adueñó de Roma, abolió la República

y se proclamó el emperador Augusto, cuando la sangre de Julio César todavía manchaba el mármol a los pies de la estatua de Pompeyo. Adrián Goldsworthy ha escrito un libro definitivo sobre Augusto, de revolucionario a emperador. El gran historiador ha seleccionado nuevos materiales para dar cima a una biografía que se lee como una novela.