En el año 2011, la nación de Victor Hugo y Descartes, de Rodin y Renoir, de Balzac y Sartre, decidió considerar a las corridas de toros patrimonio cultural de Francia. Se sumó después España y la fiesta nacional pasó a depender del Ministerio de Cultura, relegando al Ministerio del Interior. Escultura viva, ballet del arte y el valor, los toros son “un prodigioso mágico sentido, un recordar callado en el oído, un sentir que en mis ojos sin voz veo, una sonora soledad lejana, fuente sin fin de la que insomne mana la música callada del toreo”.

Los versos de mi inolvidado amigo Rafael Alberti se desgranan sobre la realidad artística de los toros, que, como escribió José Ortega y Gasset, ha vertebrado la cultura española de los dos últimos siglos en la pintura y la escultura, en la poesía y la novela, en el teatro y la ópera, en el cine y la televisión, en Francisco de Goya y Pablo Picasso, en Mariano Benlliure y Salvador Dalí, en Pérez de Ayala y Federico García Lorca, en Botero y Barceló, en Pere Gimferrer y Mario Vargas Llosa.

La revista Mercurio ha tenido el gran acierto de dedicar, en estas fechas de la feria de San Isidro, un número a la tauromaquia y la literatura, instalando a la fiesta en el lugar que le corresponde: la cultura. Alberto González Troyano, Carlos Marzal, Jacobo Cortines y Felipe Ramírez Reyes reflexionan sobre la vibración intelectual de las corridas de toros. Y de forma especial Javier Villán, que desmenuza el asentamiento literario del periodismo taurino. Santiago Pelegrín, Antonio Díaz-Cañabate, Mariano de Cavia, Luis Calvo, Gregorio Corrochano, Andrés Amorós, Joaquín Vidal, son nombres que responden al criterio literario de Javier Villán. Y Vicente Zabala, considerado como el mejor crítico taurino del siglo XX, que tiene en su hijo, Zabala de la Serna, continuidad en la maestría y la calidad.

Entiendo muy bien a los intelectuales hostiles a los toros y no niego los aspectos de crueldad que ellos perciben y subrayan. Respeto máximo, por consiguiente, para los que rechazan en conciencia la fiesta taurina, lo que no significa coincidir con ellos.

Tuve yo la suerte de ganar, al alimón con Mario Vargas Llosa, el premio Baltasár Ibán con un artículo en el que reflexionaba sobre la crueldad que, sin repercusión artística y sin réditos culturales y económicos, por el puro placer individual, se ejerce sobre algunos animales. Al lucio, por ejemplo, decía, el pescador deportivo le clava el anzuelo donde más daño le hace: en el paladar. El dolor se incrementa cuando el pobre animal huye despavorido mientras el pescador tira del hilo o lo suelta, jugando hábilmente con su víctima para llevarla y traerla. Entre sufrimientos espantosos, enhiesta finalmente la caña, el pez sale al aire y se asfixia en una agonía atroz. “¡Qué gran pelea ha hecho en el agua, qué gran pelea ahora!”, dice el pescador entusiasmado. Coge finalmente al animal entre sus manos, domina los últimos coletazos y lo mete, todavía agonizante, en el cesto.

Raro es el detractor de los toros que se refiere a la tortura de la pesca deportiva. El toro de lidia muere de manera mucho más digna que la mayor parte de los animales utilizados para el entretenimiento. La demagogia barata sobre la fiesta de los toros, la ignorancia de su significado artístico, cultural e histórico,el desconocimiento del origen religioso de la corrida, es algo que los taurinos están habituados a soportar. En España, en Europa, hay muchos centenares de miles de pescadores aficionados que someten a los peces a prácticas considerablemente más crueles y dolorosas que la lidia taurina. Y no lo hacen para crear o estimular el arte. Tampoco para comer. Pescan sencillamente para divertirse.

La más alta inteligencia del siglo XX español, el filósofo José Ortega y Gasset, escribió: “La historia del toreo está ligada a la de España, tanto que, sin conocer la primera, resultará imposible comprender la segunda”.