Al margen Angélica Liddell, vencedora del Festival de Avignon y del Premio de referencia del teatro español, el Valle-Inclán, Paloma Pedrero se ha situado en la cima de la escena independiente y alternativa. Su prestigio nacional y sobre todo internacional crece de forma incesante. Discípula de Alberto Wainer y de John Strasberg, fundadora del grupo Cachivache, la dramaturga ha triunfado en todo el mundo como autora, actriz y directora. Solo las plumas funerarias y la cicatería de un sector excluyente del teatro español pueden negar la realidad. Paloma Pedrero ha estrenado reiteradas veces en Nueva York, París, Santiago de Chile, Oporto, Los Ángeles, Estambul, Londres, La Habana, San José de Costa Rica, Praga, Roma, Lisboa, Madrid, amén de una buena parte de las capitales españolas de provincia.
Sigo la obra de Paloma Pedrero desde que empezó. Y la sigo con asombro. Es una formidable dramaturga, independiente siempre, ferozmente independiente desde sus planteamientos ideológicos de izquierdas. La escritura de la autora se alza contra la inundación del estiércol que nos sepulta. La palabra hembra de Paloma Pedrero, indoblegable y flexible, robustece su teatro inhóspito, lejos de la expresión canalla y de la prosa rufián. “Y allí están Erato y Melpómene y alguien a quien no nombro, dentro del antro inmundo, repartiendo el botín”, escribió el poeta. Una vasta cultura respalda la obra de Paloma Pedrero. Resulta muy difícil varear entre los títulos: La llamada de Lauren, Invierno de luna alegre, Besos de lobo, la formidable El color de agosto, Noches de amor efímero, Una estrella, Luces de amor, La noche que ilumina, Cachorros de negro mirar, Beso a beso, Noches confundidas, En el túnel un pájaro, Los ojos de la noche, Caídos del cielo, obra esta en la que la autora realizó la hazaña de buscar actores y actrices entre los sin techo madrileños, entre los que viven, comen y duermen en la calle envueltos en cartones porque no tienen donde cobijarse.
Así es que acudí a ver la última obra de Paloma Pedrero, Ana el once de marzo que es un grito de amor contra la violencia. La comedia está eficazmente dirigida por Pilar Rodríguez y la propia Paloma Pedrero. Su arquitectura teatral es muy sólida y el juego escénico, con alguna vacilación fugitiva, absorbe a los espectadores. La amante, la esposa y la madre de un hombre debaten y entremezclan sus historias después del atentado terrorista del 11-M, viviendo una jornada de incertidumbre porque él viajaba en uno de los trenes siniestrados. Frente al empacho político, Paloma Pedrero se centra en el drama humano de aquella salvajada que alteró el resultado de las elecciones generales.
Capítulo aparte es la interpretación. La maestría de María José Alfonso, una de las grandes actrices españolas, se completa con la espontaneidad incandescente de Marta Larralde, la eficacia de Blanca Rivera, la calidad de Laura Toledo que hace un papel perfecto en su interpretación de una mujer marroquí. Y Ana Peinado, actriz muy joven que lleva el teatro entero ceñido a la cintura. Es fácil pronosticar que tendrá gran éxito en la escena española porque pasa la batería y sabe dar autenticidad a su personaje, la enfermera que atiende a la madre del hombre asesinado en la atrocidad del 11-M. Paloma Pedrero, tan sabia en la dirección de actores y actrices, ha sacado lo mejor de las cinco intérpretes que transmiten el calambre escénico al público. Los espectadores puestos en pie aplaudieron largamente a las directoras y a las actrices.
Reconforta, en fin, asistir al teatro alternativo que vertebra culturalmente la capital de España acentuando su posición junto a las otras cuatro capitales de la expresión teatral: Nueva York, Londres, París, Buenos Aires. Y el teatro es, lo ha sido siempre, el termómetro cultural de una ciudad y de una nación. No sé por qué nadie le ha explicado a Mariano Rajoy el error que ha cometido al gravar la escena con el 21% de IVA. Y lo peor, no haber acudido a ninguna obra teatral en los cuatro años que lleva sentado en la silla curul de Moncloa.