“No puedes ser amado por todo el mundo pero yo he demostrado que sí se puede ser odiado por casi todos”, dijo John Lydon a Ulises Fuente en una espléndida entrevista. Líder de los Sex Pistols, filósofo de pitiminí, músico de la provocación, enemigo público número uno del orden social reinante en el Reino Unido, el músico punk británico acaba de publicar una autobiografía, La ira es energía, que he leído con interés pero sin asombro. Instalado en la contracultura, asfixiado por la prepotencia de Margareth Thatcher, motejado como Johnny Rotten, Juanito Podrido por su suciedad dental, Lydon asegura que “viene de la basura”, es decir, de la inmigración irlandesa y que canta con ira y con soberbia porque lo que de verdad le gusta es provocar.
La ira es energía no tiene desperdicio. Apenas hay huellas artificiales en la literatura de John Lydon. Todo es sustancia. Ha volcado la realidad de su vida. Y da pena. Vomita lo que piensa con espontaneidad y de forma tan descarnada que estremece. Lydon desprecia a casi todos sus compañeros y a los ídolos de la nueva juventud británica. En medio de la carnicería de las palabras, se instala en el postpunk porque no cree ya en nada ni siquiera en su obra y se justifica en su niñez amarga y en una adolescencia vivida en la puta calle, y canalla. Teñido el pelo de color verde, exhibía en su camiseta un I hate (yo odio) que resumía su actitud ante la vida y eso le convirtió en vocalista de Sex Pistols hasta que tarifó con la banda y se convirtió en una roca solitaria y agreste. No le ha ido mal. Su indiscutible talento se ha impuesto. No tenía éxito por la banda. Al revés. La banda lo tenía por él. La calidad de John Lydon siempre estuvo por encima de los que le rodeaban. El tiempo le ha dado la razón. El líder del punk es el que ha sobrevivido.
A sus partidarios, que los tiene, que los pierde, pero que a veces son multitud, les lanzó su consigna más agresiva: Disfruta o muere, a la manera de un patria o muerte del castrismo que se envanecía al otro lado del océano. Odia Lydon la mentira. También la fantasía. Su libro La ira es energía está escrito con un grave acento de verdad. Desde su Here's the Sex Pistols hasta su This is Pil, pasando por la provocadora God Save the Queen, en la que abofeteaba a la Reina Isabel II, John Lydon ha mantenido sin decadencia la más encendida vanguardia musical. Jinete del potro más avanzado nadie ha podido desarzonarlo.
Roza ya el adalid del punk los 60 años y no puede luchar con la edad aunque lo intenta disfrazándose de joven. Sabe que muy pronto le embalsamarán. Su libro La ira es energía tiene ya más sombras decadentes que luces de juventud. El ídolo cae genuflexo ante un tiempo que le supera y consume. Sabe que su arte se ha hecho irremediablemente viejo y pelea bravamente contra lo imposible. Nada más fugaz que el éxito en la música de vanguardia.
Desde la soledad sonora de su música, a la que no se puede negar aliento y calidad, John Lydon se considera lejos de la muerte y pretende vivir la ancianidad como una segunda juventud. No lo va a conseguir pero gastará sus últimas energías, y hace bien, en no desaparecer del mapa de la provocación. Dedica su despiadada palabra a agigantar los rebuznos de sus competidores, tal vez porque prefiere, en efecto, que le odien casi todos a que le olviden. Creció él en el odio y en el odio será sepultado.
Libro aleccionador, en fin, porque no narra la vida de un caso aislado. Con mayor o peor fortuna en el éxito, una buena parte de los cantantes de vanguardia, encumbrados y derrotados en las últimas décadas, podrían firmar la autobiografía de John Lydon. El profeta del punk le ha dicho a Ulises Fuente que ama la vida, que la sigue amando y que se ha dado cuenta de que él mismo es su peor enemigo. Habrá que reconocer que en eso al menos tiene toda la razón.