Gregorio Marañón Moya fue un político sagaz, un gestor eficacísimo, un articulista brillante, un hombre cordial que regaba de amigos nuevos los lugares que visitaba. En tiempos especialmente difíciles hizo una labor impagable en Iberoamérica. Quiero dedicarle a él, injustamente olvidado, la primera palabra de este artículo, que redacto impresionado por la calidad del libro Memorias del Cigarral escrito por Gregorio Marañón Bertrán de Lis.
Tuve la suerte de conocer a Marañón el grande. Y de mantener con él largas conversaciones. Fue un historiador capaz de convertir el mar agitado de las confusiones y las contradicciones históricas en un lago de aguas tranquilas para la comprensión del lector. "Testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria y maestra de la vida", las palabras de Cicerón reflejan la idea exacta que el doctor Marañón tenía de la Historia. Y ahí están sus estudios cimeros desde Antonio Pérez al Conde Duque. No hace falta subrayar, por añadidura, su prestigio como científico. Ha sobrevivido a los tiempos y se ha convertido en el cauce por el que fluye el caudal indeclinable de los Marañones.
Su nieto, Gregorio Marañón Bertrán de Lis, acaba de publicar un libro desnudo de oropeles y vanidades. En lugar de alardear de la apoteosis de la cultura española y europea condensada en el cigarral toledano de la familia, el autor ha estudiado a fondo el origen y la etimología de esas fincas privadas que vertebraron durante siglos la vida de Toledo. La investigación que ha hecho sobre Jerónimo de Miranda demuestra la calidad intelectual del escritor y está llena de interés y de hallazgos sorprendentes.
Y, claro, Gregorio Marañón se adentra también de forma muy sobria y al margen de toda presunción en la significación cultural del cigarral toledano durante la vida de su abuelo, de su padre y de él mismo. Lo más granado de la vida científica, literaria y artística de España y de Europa ha desfilado por aquella casa liberal que mantenía y mantiene los portones de la amistad abiertos para todos. Recuerda el autor que su abuelo perdió a su madre cuando tenía tres años, que Menéndez Pelayo le acompañó al Instituto cuando se examinó para su ingreso en el bachillerato, que Pérez Galdós le apadrinó en su confirmación.
En el cigarral toledano de los Marañones estuvieron Miguel de Unamuno y Eduardo Chillida, Eugenio d'Ors e Ignacio Zuloaga, Ortega y Gasset y Fernando de los Ríos, el general De Gaulle y el conde de Romanones, Lilí Álvarez y la condesa de Yebes, Federico García Lorca y Antonio Machado, Ramón Pérez de Ayala y Juan Ignacio Luca de Tena, Manuel Azaña y Édouard Herriot, Salvador de Madariaga y Manuel de Falla, Indalecio Prieto y Teófilo Hernando, Sánchez-Albornoz y Jiménez de Asúa, Vicente Aleixandre y Gerardo Diego, Benjamín Palencia y Victorio Macho, Sebastián Miranda y Marie Curie, Cambó y Alberto de Mónaco, Juan Belmonte y Domingo Ortega, Andrés Segovia y Camilo José Cela, Luis Rosales y Pedro Laín Entralgo...
La incesante caravana de los nombres estelares de las letras, las ciencias, la pintura, la escultura, la poesía, el teatro, los toros, la vida entera del siglo XX, encendió el cigarral marañoniano, sin el que es imposible entender cabalmente el siglo XX español. En marzo de 1960, tras la muerte del doctor Marañón, escribí yo en el ABC verdadero un artículo titulado Su ausencia lo llena todo. Me ha producido gran emoción comprobar cómo su nieto Gregorio Marañón Bertrán de Lis ha rastreado en un libro ejemplar la huella profunda que el doctor inolvidado y sus descendientes han dejado en la cultura española, como incesante llama de amor viva.