Seguro que el amigo lector se ha inventado en alguna ocasión a un maniqueo para abofetearle a placer. Jorge Semprún fustigaba al “polemista fabricador de maniqueos”. Y Pedro Laín Entralgo escribía: “Conste, pues, que no invento el maniqueo; tan solo denuncio su proximidad”. La acepción de maniqueo como sparring al que golpear no figura en el Diccionario normativo de la Real Academia Española. La empleó Ortega y Gasset y con su influencia en la vida intelectual del siglo XX se ha extendido de forma imparable, superando la idea del maniqueísmo que, en la religión sincrética fundada por el persa Manes en el siglo III, admitía dos principios creadores en constante conflicto: el bien y el mal.
Así se las ponían a Fernando VII es expresión fija que todos hemos utilizado en alguna ocasión, seguramente sin recordar a aquel monarca malvado y felón, al que sus cortesanos preparaban carambolas en el juego del billar con el fin de que el taco regio acertara fácilmente. Será por reyes. Dicen que Oriol Junqueras, el pobrecillo, es un antofagasta, es decir, un pelmazo. Esta acepción del vocablo no figura en el Diccionario, porque indignó a la Antofagasta chilena, ciudad cortada sobre el Pacífico que visité hace muchos años y donde Sergio Candel filmó una película admirable.
¿Por qué cocodrilo y no cocreta? Pues porque croqueta es un galicismo del francés croquette. Moratín la empleó por primera vez en 1819: “Unas veces callando y hablando otras, y siempre engullendo ricas croquetas, pureas, fricandoes y ragúes”. Sin embargo, el habla popular solo ha aceptado a regañadientes el galicismo y en muchos pueblos de España los ciudadanos comen cocretas.El idioma por cierto no es machista. Es como el pueblo quiere que sea y, por poner un ejemplo, mientras las profesiones terminadas en o suelen feminizar en a (abogado, abogada; psicólogo, psicóloga) las finalizadas en a no acostumbran a masculinizar en o. Se dice que Cebrián es un periodista, no un periodisto y lo mismo si nos referimos a psiquiatra, electricista, atleta, artista, ciclista, fisioterapeuta o futbolista.
Américo Castro le escribe en 1944 a Ramón Menéndez Pidal, alegrándose de que “se deje por ahora de coleccionar cascarabitos ideológicos, sin matices de vida y sin peculiaridad”. Don Ramón se precipitó a buscar en el Diccionario de la RAE cascarabito y no encontró el vocablo. Sigue ausente, si bien Google remite al diccionario andaluz Fítitu, lo que deja a Américo en un lugar más airoso de los que solía ocupar cuando soportaba las diatribas de Sánchez Albornoz. Hablar como los indios es expresión castellana que se utiliza peyorativamente contra los que se expresan en un inglés de andar por casa. Gabriel García Márquez decía que el idioma universal es el inglés más hablado. A los españoles les gustan los verbos conjugados y no el abuso del infinitivo, si bien a Tarzán se le perdonó todo en su día.
Hasta la edición de 1992, el Diccionario no aceptó el término biruji, como viento muy frío pero en el lenguaje familiar y coloquial se empleaba desde hacía muchos años sobre todo cuando las casas carecían de
calefacción. Pasarlas moradas es expresión fija que equivale a encontrarse en una situación difícil, dolorosa o comprometida. Se ha especulado mucho sobre su origen, seguramente relacionado con ciertos alimentos, aunque algunos maliciosos lo atribuyen a la lectura de la obra célebre de Santa Teresa. Y no hace falta seguir. Pedro Álvarez de Miranda ha escrito un libro -Más que palabras- interesante hasta decir basta. Y además divertido y aleccionador, impregnado de un sutil sentido del humor, en el que resuenan las descargas certeras de la ironía.
Álvarez de Miranda es un sabio del idioma, un erudito sin violetas, un estudioso que lleva sobre los hombros un formidable equipaje de conocimientos lingüísticos. He pasado un rato estupendo leyendo Más que palabras. Y estoy seguro de que lo mismo les ocurrirá a los que me siguen desde hace tantos años en esta página de El Cultural, si bien, como escribe Álvarez de Miranda, “lidiando con textos, mejor no te fíes ni de tu sombra”.