José Ortega y Gasset, la primera inteligencia española del siglo XX, reflexionó sobre el teatro ante un público de admiración atónito en el Ateneo madrileño. El filósofo sintetizó la expresión teatral como una ventana abierta a la sociedad, como un orificio de identidad perforado en la realidad humana. Diderot lo explicó más gráficamente. El teatro es un espejo en el que se reflejan los problemas, las crisis, las costumbres, las alegrías y tristezas de la sociedad. Durante mucho tiempo sirvió de entretenimiento a “príncipes, duques, cardenales, financieros, burgueses y otros necios”, según la expresión erecta de Angélica Liddell que se alinea a favor del sobrino de Rameau y de los cómicos, manifestándose siempre en contra de los poderosos. Durante muchos siglos los cómicos pertenecían, según Bukowski, a una estirpe “formada por tullidos, retrasados mentales, enanos, pobres diablos y seres deformes obligados a arrancar la carcajada estúpida de sus espectadores”. La libertad creadora de la Revolución Francesa situó a las gentes del teatro en el lugar relevante que les corresponde.
A la violencia de género reflejada en varias obras señeras de la dramaturgia contemporánea se añade la atroz violencia escolar. Todos los años algunas niñas, algunos niños, adolescentes varios, se suicidan porque no pueden resistir las burlas, las insidias, los improperios, el cerco agresivo que sufren en la escuela. Los medios de comunicación se hacen periódicamente eco de una situación que emborrona a la infancia y a la vida adolescente con repercusión en padres, hermanos, familiares, allegados y amigos.
Paco Bezerra ha tenido el acierto de colocar un espejo delante de la agria realidad del acoso escolar. Es la historia de Grayson, un niño de nueve años que soporta ataques físicos y verbales y al que expulsan del colegio porque se considera que la mochila que porta orgulloso a sus espaldas, “con dibujos de Mi pequeño pony había provocado la disrupción en el aula”.
Paco Bezerra es uno de los autores jóvenes que ha asumido, y con mucho nervio, el relevo del mejor teatro español. Ha demostrado ya en varias obras su concepto profundo de la expresión teatral. Se abren ante él despejados horizontes de éxito. Es una apuesta segura según los empresarios teatrales. Para El pequeño poni ha contado con Luis Luque, que hace una impecable dirección de la obra; con la sobria escenografía de Mónica Boromello y con una interpretación que va de menos a más de Roberto Enríquez.
Y María Adánez. Sigo a la actriz desde que empezó. A pesar de las deformaciones de la televisión, ha sido capaz de crecer como actriz sobre las tablas. María Adánez se ha enfrentado ya con papeles de especial dificultad en Las brujas de Salem, en Salomé, en La tienda de la esquina, en La perfumería y su aliento lésbico, en La señorita Julia o en La verdad, la obra que dirigió el gran Flotats. María Adánez ha unido su nombre en el teatro a Miguel Narros, a Arthur Miller, a González Vergel, a Miklos Laslzo, a Lander Iglesias y ahora también a Paco Bezerra y Luis Luque, entre tantos nombres relevantes de la escena.
La actriz es una mujer joven que se encuentra en plena madurez creadora. En El pequeño poni hace una interpretación de extraordinaria calidad, en la sencillez y en el desgarro, en la vocalización y en la expresión corporal, afianzando su extraordinaria capacidad para pasar la batería. El público se queda prendido de su voz y su ademán y termina rompiéndose en aplausos sinceros que en muchas ocasiones se hacen interminables.
Que María Adánez tiene defectos, los conozco muy bien. Pero dejo que los señale la crítica especializada. Solo quiero subrayar su éxito en El pequeño poni así como la satisfacción de los que hemos tenido la suerte de verla sobre la escena del Bellas Artes. Y regreso a José Ortega y Gasset y su célebreIdea del teatro porque el gran filósofo subrayaba la capacidad del espectáculo teatral para evadir al hombre de su cotidianidad y conducirlo a la reflexión profunda sobre los problemas de nuestro tiempo.