A lo largo de su dilatada vida profesional, Antonio Fernández Alba ha estado siempre en la frontera de las vanguardias artísticas. Es uno de los arquitectos grandes de España. Hombre libre e independiente, de juicio firme y moderado, está reconocido como uno de los intelectuales españoles de más sólido prestigio. Ha acumulado altos premios arquitectónicos así como distinciones innumerables y ha escrito varias obras de referencia sobre el arte español. Se caracteriza por su sabiduría, su sencillez y su equilibrio.
Antonio Fernández Alba ha cruzado el umbral de las palabras para elaborar un libro que permite al lector tener conciencia clara de lo que significa el entorno urbano de la Real Academia Española. “Algo hay de mágico en la identificación entre palabra y arquitectura”, ha escrito Darío Villanueva. Fernández Alba cree que el arquitecto Aguado de la Sierra acertó al concebir el actual edificio que alberga el trabajo y los días de los académicos de la palabra. “Percibo invariablemente -escribe Villanueva- la emoción con que los hispanohablantes, de acá y de allá, deambulan (por el edificio de la Academia) como si estuviesen pisando el suelo más firme y el techo más seguro para preservar el tesoro de su lengua”.
Respaldado por un formidable arsenal de datos, manuscritos, grabados, planos, dibujos y fotografías, Fernández Alba ha escrito y elaborado un libro singular: En el umbral de la palabra. El lector se adentra en la Casa de la Academia Española de la mano de un arquitecto cimero que sabe valorar lo que Aguado de la Sierra puso en pie en uno de los lugares destacados de la cultura española, junto al Museo del Prado, el Casón del Buen Retiro, la iglesia de los Jerónimos y el Jardín Botánico. Es decir, con palabras de Fernández Alba, “en el entorno más emblemático del Madrid de Carlos III”.
Hasta 1894 la Real Academia Española no quedó instalada en su edificio actual. Tuvo sede en el palacio del marqués de Villena, donde fue elaborado el Diccionario de Autoridades, cuando los académicos trabajaban también como Dios manda en julio y agosto; después en la Casa de Juan Curiel, luego en la calle Valverde en el antiguo Estanco del Aguardiente. A finales del siglo XIX funcionaba ya en su sede de la calle Felipe IV, “uno de los más bellos edificios de Madrid”, al decir, tal vez con alguna exageración, de Juan de Contreras, marqués de Lozoya.
Antonio Fernández Alba, autor de varias de las más señeras obras arquitectónicas de la España actual, ha tenido la humildad de ordenar y dirigir los trabajos que han dado seguridad al edificio de la RAE, así como la modernización técnica para el trabajo. “El edificio de discreta y digna composición -escribe Fernández Alba- responde a una construcción arquitectónica, que recoge, en parte, las tensiones ideológicas y formales del movimiento ecléctico y la dialéctica romántico-iluminista junto a los incipientes brotes formales de un capitalismo con manifiesta presunción reaccionaria, a la que no serían ajenos los escritos de C. Boito y O. Wagner, que certificaban con elocuencia crítica, algunos apartados del eclecticismo, entre otros aquellas disciplinas que insinuaban que los signos arquitectónicos encuentran un lugar, según las leyes compositivas que ellos mismos determinen”.
No se arrepentirá el lector que se decida a cruzar el umbral de la palabra del brazo de este libro, ciertamente excepcional, de Antonio Fernández Alba. El gran arquitecto abre de par en par los portones de la historia de la Real Academia Española para pasear por el salón de plenos, la sala de pastas, las estancias en las que trabajan las comisiones, la soberbia biblioteca, las instalaciones de Rodríguez Moñino y Dámaso Alonso, los alardes de la tecnología y el gran salón de actos donde se demuestra que los señores académicos deben ser muy monárquicos porque mantienen un retrato de Miguel de Cervantes empequeñecido y contrito, humillado bajo el gran cuadro de Felipe V con su marco de floripondios exultantes y radiantes oros.