El padre de Buero, que era militar, coleccionó los dibujos que hacía el niño desde que tenía cinco años. Le envió a Madrid a estudiar pintura en la Academia de San Fernando. La ferocidad de la guerra incivil sorprendió al joven cuando apenas tenía veinte años. Se enroló en el Ejército republicano. A su padre le fusilaron sus compañeros de armas, pasaje oscuro y determinante en la psicología del dramaturgo. En 1939 le encarcelaron. Padeció en el penal hasta 1946. Tras un juicio sumarísimo, le condenaron a muerte. No había cometido un solo delito. El dictador Franco firmó su sentencia mientras desayunaba.
Buero esperó cada madrugada durante ocho meses, durante ocho largos y empavorecidos meses, a que se cumpliera la condena, aplazada en dos ocasiones y finalmente conmutada. Después, la larga caravana de las peores cárceles de nuestro siglo XX: Yeserías, Dueso, Santa Rita, Ocaña… Al salir, tras siete años de agonía, Buero supo que ingresaba en una nueva prisión porque todos los hombres estamos condenados a muerte. “Pero hay que salir a la otra cárcel. Y cuando estás en ella salir a otra. Vayas donde vayas estás en la cárcel”, afirma Asel en la obra de más alta temperatura dramática del autor, La Fundación.
Buero, académico de la Real Academia Española, fue un marxista serio, estudioso, profundo, consecuente con sus ideas en su vida y en su obra. Tras la caída del muro de Berlín, al conocer la descarnada realidad del mundo comunista, el dramaturgo derivó hacia el ecologismo y se mantuvo hasta el final contra el capitalismo salvaje, contra la explotación del hombre por el hombre, contra el egoísmo capitalista capaz, por el beneficio económico, de contaminar la Tierra, fracturar la capa de ozono y destrozar el hábitat en el que vivimos. En su penúltima obra, Las trampas del azar, ya anciano, cuando se posaban sobre su piel los pájaros tristes del invierno, resume su pensamiento final, con una lucidez que estremece. El pesimismo atroz de Buero Vallejo se desborda en la última escena de la obra, que parece escrita por el Genet cautivo de Les Paraventes. El capitalismo salvaje conduce a la Humanidad, paso a paso, a su destrucción total. Las trampas del destino atenazan al hombre que nace condenado a muerte en una mazmorra de rejas insalvables. No sólo el ser, también la Humanidad, el mismo planeta Tierra, están para la nada, están para la muerte. Gabriel avanza por la vieja calle de sus sueños infantiles. A su paso, las farolas de la vida van estallando. Es la miseria, el quejido del hambre, la agonía de los niños famélicos, la despiadada guerra, la contaminación que todo lo invade. No hay esperanza para el hombre en un sistema egoísta y carnicero. Gabriel se acerca a la última farola encendida, que apenas parpadea frente a la capa de ozono quebrada, frente al hombre suicida que ha destrozado su propio hábitat. Pero ya no habrá más explosiones. La luz y la vida se extinguen calladamente sobre la faz de la Tierra.
Sartre, Brecht y Artaud influyen en el autor de La detonación. También Lorca y Valle y a ráfagas el teatro clásico. Buero subraya la deuda con Lorca y con Valle. “Sin abandonar la crítica social, las avanzadillas escénicas restablecen la extrañeza estética, la metáfora, la danza, la atmósfera sonora. Bajo la impronta del Living Theater de Grotowski, de Brook, Roy Hart y Lavelli, los escenarios se pueblan de alaridos báquicos, de audaces ritmos corporales, de torsos desnudos y cabellos encrespados”.
Buero es el Gaspar de Diálogo secreto, el honrado comunista, un personaje tierno y destrozado. Gaspar ha permanecido largos años en la cárcel de la dictadura. Acepta las migajas de la burguesía socialista que está en el poder, tras la victoria electoral de 1982. Fabio, el socialista, simboliza la falsedad revolucionaria de la nueva situación. Buero encuentra un excepcional hallazgo teatral para definir al personaje simbólico. Fabio es un crítico de arte que triunfa en un gran periódico. Pero es daltónico y vive con la preocupación de que se descubra la farsa. Gaspar, el comunista, le espeta a Fabio, el burgués socialista: “Tú eres tu mentira. Si prescindes de ella, ¿qué serías?”. Pero luego le tranquiliza y le dice que no se preocupe si se descubre su daltonismo. No le pasará nada. Entre todos le cubrirán. “Es -dice- la solidaridad en el basurero. Al sinvergüenza le amparan los sinvergüenzas”.
Desde Calderón no habíamos tenido en España un autor tan grande como Buero. Fue la zarza ardiente de la epopeya bíblica. Rubus ardens docuit me vincere, la zarza ardiente, sí, que le enseñó a vencer.