El poeta que bordea ya el declinar de la vida ha tenido el acierto de arracimar en un libro sus mejores poemas a la muerte. Podría decir como Francisco de Quevedo: “y no hallé cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte”. Sabe que también la sed de la vida tiene su hondura y “su sedosa gravedad el vicio”. “Tu vida es un azar que viene escrito”, escribe y se identifica con el Borges más profundo, tan cercano a Manrique: “A ti también en otras playas de oro te aguarda incorruptible tu tesoro: la vasta y vaga y necesaria muerte”. Le gustaría al poeta instalarse “en la perplejidad de quien vendrá algún día saliendo del silencio” y cree que ha fundado sus cimientos en los escombros de una antigua casa.

Francisco García Marquina advierte que ni siquiera posee la soledad cuando está solo. Conserva en uso adverbios mudos, paréntesis vacíos, signos de decepción, un racimo de adjetivos descalificativos y mil pronombres sin persona. Por eso le acosan las cuentas del silencio. En Morirse es como un pueblo, su último libro erizado, el poeta se enfrenta cara a cara con la muerte y cita a Séneca: Paratus exisse sum et ideo fruar vita. Estoy preparado para marcharme y por eso disfrutaré de la vida. Pretende quedar con sus versos encendidos sobre el mundo como una luz pequeña, with the death upon her eyes and the life upon her hair, según la idea de Edgar Allan Poe, el escritor que se abrasó ante la tumba de Ulalume.

“El amor -escribe ácidamente Francisco García Marquina- es el trance que media entre el deseo y el olvido”. Define al hombre como un memorial de trazos en el aire. Vuelve con sus versos al tránsito. “Y así llego a arribar, fuera de toda duda, a los bordes seguros de la fosa donde archiva los nombres el silencio”. Es la idea de Cervantes en boca de Sancho: la muerte “no es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega y corta la seca como la verde yerba”. García Marquina admira, igual que Octavio Paz, a Roberto Juarroz y se estremece con él cuando siente la ausencia de la amada.

Prendido de los cielos hay un diálogo eterno de la vida y de la muerte. Si la ceniza nada puede temer del fuego, lo que ha muerto se libra de la angustia de morir. Se adensa entonces el pensamiento del poeta al reflexionar sobre la muerte y podría dirigirse a ella como la Dueña Dolorida a Don Quijote: “Ven muerte tan escondida que no te sienta venir porque el placer de morir no me torne a dar la vida”. Ahí está Teresa de Jesús, tal vez Juan de la Cruz, y sobre todo el comendador Joan Escrivá a quien la santa plagió y que se encuentra presente en buena parte de la poesía mística española.

A Francisco García Marquina, que conoce a fondo los clásicos, le hubiera dicho Virgilio: Manibus date lilia plenis, dad los lirios a manos llenas para depositarlos sobre las fosas abiertas de la vida. Desde el jardín de fiebre de la infancia al dulce musitar de los crepúsculos, el poeta siente que el mundo se despide de él, abandonándole en una soledad tumultuosa. “No puedes derrotar a la muerte pero puedes zurrarla en la vida”, piensa calladamente con Charles Bukowski. Y se considera el muerto de sucesivas vidas porque tal vez la transmigración de las almas no es solo una verdad para la espiritualidad hinduista. “Sucede con el agua que los ríos entregan a un mar para que con la lluvia renazca el manantial”.

Zigzag

La Galería Ignacio Redondo ha tenido el acierto de programar para comienzo de curso una exposición de Rafael Freijeiro. Los aficionados a las artes plásticas no se pueden perder la muestra. Es excelente. El gran pintor gallego, sin abandonar el expresionismo abstracto del que ha dejado cuadros excepcionales, ha ensayado nuevas fórmulas incorporando la calidad fotográfica y otros elementos para completar una exposición que se encuentra entre las más sobresalientes de las que se ofrecen en Madrid. Hay algo en sus cuadros, escribí hace unos años, de oro ignoto, de azul mágico que se esponja bajo la agresiva cobrería de los colores altivos y los árboles románticos.