Sobre el bárbaro hervor del mar lejano, el poeta embarca en las naves del silencio, donde estrecha la mano de nadie hacia la nada. Las cuencas vacías de sus ojos son dos rosas nacidas en el llanto. En medio de las tinieblas, los rompientes le conducen al abismo, a las claras estrellas alejadas. El escritor sabe que es un ser para la nada, que es un ser para la muerte, Jean Paul Sartre al fondo. Y se estremece y eriza mientras las acacias florecen sobre su sangre desnuda y la luna se le deshace entre las manos. Tiemblan las aguas y caen dulcemente las violetas leves. Las olas golpean en el desamparo de los cenicientos azules. A sus ojos emigran los pájaros perdidos de la infancia. Rueda el sollozo de los versos desde la frente desolada.
Las miradas entre el amado y la enamorada son rosas quemadas, restos de un jardín incendiado, lejanas las dulces prostitutas que gimen como pájaros tras sus blancos ventanales arrugados. Sobre cumbres de labios y de espigas, canto de la vida muerta, se abrazan los cuerpos heridos por el alba. El poeta se ha convertido en el hombre triste del cielo y el océano que cicatriza las pálidas heridas de los ángeles y habita, como en el poema de Gilgamesh, cerca del mar inaccesible, mientras contempla la luz de las estrellas en los muslos de la enamorada, disfrutando de la fiesta del corazón en llamas.
Cierra el escritor los párpados del amor en vilo y deja que el musgo crezca sobre el vientre de la mujer que ama. Quiere que le besen en el pensamiento, cansado de abrazarse solo a la carne tibia. Añora a Alban Berg, la música arañando las paredes de su casa en las que se esponjan Miró y Max Ernst. El poeta es el mediodía del ser, dragón de flores rojas que lame las rosas tersas en un ámbito de intensa eternidad. Paul Klee emerge de las cloacas negras, con recuerdos a las ventanas de Magritte bajo un cielo de páginas de miel.
Envejece el poeta y le hiere el lacre de los años. De la página abrasada de su vida cuelga la boca en desgarro, el abandono azul del mediodía y las flores infinitas del abismo. Se espesan los anillos circulares y aúllan las letras incendiadas. De nada le sirve al poeta creer en Dios porque Dios no cree en él. Con sus manos minerales y su cuerpo de cristal retorcido canta a la amada entre el temor y el temblor de Soren Kierkegaard mientras la música de Schoenberg suena loca en el jardín de la casa, estrellándose contra la puerta de los crisantemos descompuestos y las inmóviles llamaradas.
Contempla el escritor a la mujer amada, convertida en música de color azul, cabe la esperanza desesperada. Y la abraza bajo el árbol insomne de los astros, paisaje último de la ceniza. Era ella como de otro mundo, solio del corazón amordazado, adolescente eterna de los dólmenes y las hojas doradas de los senos, en el retorno al campo ciego de los días áridos. Volcado sobre las estrellas de sus ojos se estremece el poeta ante el relámpago de la noche, bajo la ingravidez de la tristeza. Ella, la que le amaba, le besó en primavera, desolada rosa en el abismo de la piedra pura.
La noche de la muerte, en fin, abre sus ojos que respiran. Nadie puede llorar por el no ser del poeta porque la Nada es su reino inacabable al que se entrega con los ojos del alma. Apenas recuerda ya el sueño del vientre dorado donde crecía el trigo ávido. El poeta se dirige a la ciudad del hierro transparente. No cree en la “otra vida” ni en la reencarnación y cierra sus versos para que se desangren en el fulgor oscuro de la muerte.
Desgarrado por una profunda emoción he leído la antología poética de Juan Eduardo Cirlot, prologada sabiamente por Elena Medel: El peor de los dragones. Fue el poeta mi amigo en la época en la que, desde distintas posiciones ideológicas, luchábamos contra la dictadura de Franco. Me pidió que le presentara un libro suyo, Arte del siglo XX. Lo hice el 1 de junio de 1972 en la Feria del Libro. Le admiré siempre por su sabiduría artística, por sus inigualables diccionarios de los ismos y los símbolos. Ahora le he situado entre los más grandes poetas de la España del siglo XX, conmocionado como estoy por el aliento surrealista de su escritura y la belleza inextinguible de sus versos.