Tobías obedece a su padre Tobit y parte hacia tierras lejanas en busca de un copioso tesoro que debe recuperar. Bajo el nombre de Azarías, el ángel Rafael le acompaña en el viaje. Alojado en casa de su pariente Ragüel, Tobías contempla a su hija Sara y se enamora de ella. Sus padres le advierten preocupados de que Sara se casó siete veces y los siete maridos fallecieron la noche de bodas. Tobías, al que había mordido en la ribera del río Tigris un pez de gran tamaño, le extrajo el hígado, el corazón y la hiel. Decidió preparar un sahumerio con aquellas vísceras para superar la noche de bodas abrazado a la desnudez de la bella Sara. La pócima funcionó y la vida de Tobías se prolongó en la felicidad.
Rogelio Blanco, en su nuevo libro El pez de Tobías, inicia el largo viaje a las culturas, el tesoro que desprecia una buena parte de la clase política española, en su insondable mediocridad. Aparte de una obra cimera sobre María Zambrano, el autor ha publicado La escala de Jacob, El odre de Agar, La vara de Aarón, La honda de David y La recua de Abigail, libros todos con remembranzas veterotestamentarias.
En mi opinión Rogelio Blanco hubiera sido un gran ministro de cultura y tal vez lo sea si su partido se recupera de la catástrofe de Pedro Sánchez y retorna al camino desbrozado por Felipe González, el hombre de Estado que engrandeció al PSOE.
En El pez de Tobías, Rogelio Blanco toma de la mano al lector y le lleva, “todavía hay sol en las bardas”, por el mundo inagotable de las culturas. Le conduce al conocimiento de la poesía de Juan Gelman o a las tres lecturas de El Quijote de Enrique Herreros, que fue pintor de largo alcance.
Recala el autor en La esfinge maragata y asegura que es “un pálpito de la vida rural española”, un éxito de Concha Espina. “Ciega la novelista y autodidacta, su prosa se hace cándida y fluida”. Rogelio Blanco defiende, por cierto, a las mujeres maragatas, en contra de los machismos indecentes, antes de recalar en La niña de Luzmela.
Viaja el autor a la obra de Jünger, de Heidegger, de Foucault... Y también de Ernesto Sábato y Ortega y Gasset, primera inteligencia del siglo XX español. La cultura para el autor de El pez de Tobías es “ontogenética, pues se presenta en cada miembro de un colectivo, y filogenética pues es evolución en el tiempo”.
Viaja también Rogelio Blanco a los archivos porque “son un resultado cultural que se acumula bajo el modelo de la escritura, que se acopia y protege, que posee contenido, que expresa su lectura para transformarse en conocimiento, que es expresión material de un colectivo de seres llenos de memes. Memes que además de ser unidades de información, recogen memorias (mnesit) y repiten hechos (mimesis). En conclusión son unidades culturales explicitas de la ontofilogenia de un pueblo”.
Navega el autor junto al pez de Tobías por las aguas turbulentas de los papeles de Salamanca, convertidos a ráfagas en un albañal; se detiene en el análisis sagaz de la burguesía leonesa durante la Guerra Civil española y estudia los “diarios robados” de Alcalá Zamora. “Ahí están -afirma- los diarios conservados íntegramente para que el lector decida sobre una etapa nada exitosa de nuestra historia en la que a la República, régimen votado por los españoles, no se la dejó crecer, ya que no pasó de niña, ni siquiera llegó a adolescente, según María Zambrano”.
Tal vez el capítulo más desconocido del viaje de Rogelio Blanco por el territorio de las culturas sea su estudio sobre León como cuna del parlamentarismo. Aporta datos incontrovertibles para afirmar que la convocatoria del rey de una Curia Regia, que derivó en Curia Plena, en la Colegiata de San Isidro en el año 1188, antecede a la Carta Magna inglesa concedida por Juan Sin Tierra en 1215.
Tras juzgar al poeta levantisco de Falange Española, Dionisio Ridruejo, “mayor en la obra que en la maniobra” (magis in opere quam in operatione), el autor de El pez de Tobías se suma a Octavio Paz para decir que “para ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia”.