Image: La cultura errante

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Primera palabra

La cultura errante

5 enero, 2017 23:00

Gran acierto de Joan Matabosch al programar un Wagner de música especialmente intensa, potenciada por el coro sobresaliente que dirige Andrés Máspero, una escenografía impactante de Alfons Flores, la iluminación certera de Urs Schönebaum, los vídeos realistas de Franc Aleu y la provocadora genialidad de La Fura dels Baus. Gregorio Marañón puede sentirse satisfecho. Supo sacar al Teatro Real de la anodina mediocridad que lo esterilizaba, exasperó a algunos aficionados con el gran Gerard Mortier y consiguió que volviera a la capital de España el debate y la tensión sobre la ópera. Ahora se ha lanzado a una meditada carrera para instalar al coliseo madrileño en la cabeza del mundo. Apuesto a que lo conseguirá. En la sesión a lo que asistí de El holandés errante hubo práctica unanimidad en el aplauso y el elogio.

La crítica, sin embargo, ha sido desigual. Ha señalado errores evidentes pero se ha pronunciado con demasiada cicatería al subrayar los aciertos. Pablo Heras-Casado dirigió sin un fallo la orquesta que sonó y se escuchó especialmente exacta por lo menos en la zona de mi butaca. Àlex Ollé no ha sido bien entendido pero es un genio de la dirección de escena. Ha escrito que los fantasmas de El holandés errante rezuman de las sentinas del barco y lo impregnan todo. “Son el alma de la sociedad capitalista embarrancada en los escollos del siglo XXI”. El barítono, Eugeny Nikitin; el bajo, Kwangchul Youn; la soprano, Ingela Bimberg y el tenor, Nikolai Schukoff anegaron con sus voces el Teatro Real en el Wagner más puro que, a mi manera de ver, se desarrolló con escasos fallos. Álvaro del Amo reprocha a Nikitin que haya entendido la figura del Holandés como un cruce entre el Wotan derrotado de El anillo del Nibelungo y el Amfortas quejumbroso de Parsifal. La puesta en escena, especialmente audaz, no ofendió a nadie y electrizó a la mayor parte de los espectadores.

Lo que sí ha ofendido a muchos es la política cultural española de los últimos años aunque no se ha perdido la esperanza de que enderece el rumbo con Benzo y Méndez de Vigo. El presidente del Gobierno no ha querido enterarse de que España es antes que nada una gran potencia cultural y, unida a Iberoamérica, disputa la primacía a la anglosajona. Suprimió Mariano Rajoy el ministerio de Cultura, lo relegó a una Secretaría de Estado y se mantuvo personalmente ausente de las grandes manifestaciones protagonizadas por España en Madrid, Barcelona, Valencia, San Sebastián, Sevilla, Toledo e infinidad de ciudades a lo largo y a lo ancho del mundo.
Mientras las naciones de nuestro entorno mantienen el IVA al teatro, por ejemplo, en cifras que rozan el cero, Rajoy y su paje Montoro lo elevaron al 21% cuando en Madrid acuden cada año un millón de espectadores más a las salas teatrales que a los estadios de los cuatro equipos de fútbol de Primera División. Como escribió Albert Boadella, en un acertado texto inolvidable, para ver a Calderón o Buero Vallejo, el españolito paga el 21% del IVA mientras que se queda en el 4% para las revistas porno en las sex-shops.

Daland-Rajoy no se ha dignado atender al “holandés errante”, es decir, a la cultura que ofrece riquezas sin número a cambio de hospitalidad. ¡Qué error, qué inmenso error! El Gobierno del PP le ha negado a la cultura errante la mano de Senta y el barco cultural español puede alejarse definitivamente de las radas de un Partido Popular que distingue al mundo intelectual con desdén superlativo. Eso puede conducirnos culturalmente, como a la hija de Daland, al suicidio.

La cultura española ha sido muchas veces crítica con el poder, nunca errante. El país que en el último siglo ha sido vertebrado por Picasso, por Plácido Domingo, por Falla, por Ramón y Cajal, por Severo Ochoa, por Gaudí, por Santiago Calatrava, por Chillida, por Buñuel y Almodóvar, por Miró y Sorolla, por Federico García Lorca y Delibes, por Valle-Inclán y Buero Vallejo, por Marañón y Ortega y Gasset se merece un mínimo de atención por parte de la estólida política que padecemos.