Miguel del Arco e Israel Elejalde se han puesto al frente de una de las aventuras teatrales más erizantes del Madrid de vanguardia. Aitor Tejada y Jordi Buxó les acompañan en la dirección artística.
Kamikaze se ha esforzado desde el primer momento en superar las barreras que históricamente se alzan entre el público y la profesión y que Diderot fustiga en El sobrino de Rameau. Al apoyar un teatro diferencial, los espectadores de las producciones de Kamikaze tienen ocasión de participar en la peripecia de un grupo que no mira hacia atrás, como la mujer de Lot, convertida en estatua de sal, sino que tiene la vista clavada en el futuro.
Miguel del Arco está por encima de ciertas ingenuidades vanguardistas. "Para mí -ha dicho- la mirada contemporánea no es poner a Hamlet en vaqueros. Es que Hamlet esté
diciendo cosas que te afectan directamente ahora, como ciudadano del siglo XXI”.
Instalados en el teatro Pavón, los profesionales que se han lanzado a la aventura Kamikaze han dado ya muestras sobradas de que se merecen ayuda y apoyo para que no se desmenuce un proyecto teatral de tan ancho aliento.
Y, aparte el respaldo sustancial de los espectadores, Kamikaze necesita ahora, en sus primeros balbuceos, que la iniciativa privada se vuelque en su favor, con patrocinios generosos. Empresas y entidades de la sociedad civil tienen el deber de contribuir al éxito de Kamikaze.
También la iniciativa pública. La directora general del INAEM, Montserrat Iglesias, que es mujer de extraordinaria inteligencia y formidable equipaje cultural, no puede estar ajena a las necesidades de Kamikaze en estos años de su lanzamiento hacia el estrellato teatral y escénico.
He asistido a dos representaciones significativas de lo que supone ya Kamikaze en el mundo intelectual madrileño. María Hervás descubrió al autor británico Gary Owen y decidió adaptar una de sus obras sustanciales, que ha estrenado en el Pavón con el título de Iphigenia en Vallecas. María Hervás hace una interpretación asombrosa, que no me sorprendió porque tengo todavía en la retina su monólogo en Confesiones de Alá, de Saphia Azzeddine, que la llevaron a la final del Premio Valle-Inclán. Alegre, irritada, atrevida, desmayada, soberbia, sensible, melancólica, iracunda, liberal, esquiva, anegada de tristeza, lírica, malhablada, rahez, agresiva, asombrosa siempre, la actriz despliega todos los recursos escénicos, las veladuras todas en una interpretación que la sitúan en los primeros puestos del teatro español, tan destacado por la calidad de sus actrices. “La obra -ha dicho sagazmente- invita a tomar conciencia de que para que unos cuantos disfruten del Estado del bienestar otros muchos han de renunciar a parte de sus derechos”.
La Iphigenia en Áulide de Eurípides está muy lejos. Aquella princesa, hija de Agamenón y Clitemnestra, se entregó, para servir a su patria helena, al sacrificio. La Iphigenia en Vallecas, la Ifi que interpreta la actriz María Hervás de forma impecable, se sacrificará por los demás en medio de los despropósitos de la sociedad actual y del hijo que accidentalmente palpita en sus entrañas, tras una disparatada noche de amor y desconsuelo.
He visto también en el Pavón el célebre Blackbird de David Harrower, zarandeado por la historia de pasión entre un hombre de 40 años y una lolita de 12.
Refugiados en la dirección sabia de Carlota Ferrer, Irene Escolar y José Luis Torrijo se baten con éxito para desentumecer un texto versátil y complicado. Asistí hace tiempo a la dirección de Lluís Pascual. Me pareció certera pero inferior a la de Carlota Ferrer. Irene Escolar, por cuyas venas circula a borbotones la sangre del teatro, hace una interpretación sobresaliente, bien secundada por Torrijos. El papel era un desafío para la actriz. Lo supera con creces, mientras Los Beatles incandescentes de mi juventud cantan al Blackbird que vuela hacia la luz.