Image: Paisajes de la tierra y del alma

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Primera palabra

Paisajes de la tierra y del alma

26 mayo, 2017 02:00

El poeta quiere escribir como si nada fuera importante. Le recrea el sencillo irse de las horas, la calma de los días sin viento, la luz ávida. Se ha enamorado de la niebla. Bebe a grandes sorbos en el cristal más oscuro, en la memoria del óxido, en las janelas del color de la nieve y las saudades de Lisboa, lejana y sola. Huésped de las brétemas, no sabe cómo poner remedio a tanto corazón herido. El arroyo de sus versos discurre por ese cauce de oro fatigado que adivina la silueta esquiva de la muerte, mientras vuelan los vencejos sobre la paz del camposanto.

El poeta, Juan Manuel Bonet, resume en su libro Vía laberinto los sueños de una vida intensa, los temores y temblores de Kierkegaard, los viajes incesantes a las ciudades estrella del mundo. Acurrucado en el formidable desván de su cultura, se adivinan en sus versos, pintura y literatura, los remansos machadianos, los paisajes de Wang Wei, la calidez de Vermeer, la admiración por el poeta simbolista belga Max Elskamp, por el holandés Slauerhoff, por las adolescentes del Khnopff decadente, por las naturalezas muertas de Chardin y las bellas chocolateras de Jean-Étienne Liotard, por Baudelaire palpitando sobre las ruinas de su
inteligencia.

Las landas desiertas del mercurio golpean al poeta que escucha la voz del agua cantando entre las ramas, el paso de los caballos mansos en la ciudad polaca de Zakopane, el gruñir de las altas gárgolas y las sirenas lejanas, mientras las golondrinas escriben puntos suspensivos en el cielo y los pétalos del arándano se hacen lágrimas. La pintura de Jacub Schikaneder en la Praga de la melancolía, y los versos sin cicatrizar del escritor checo Frantisek Halas hieren el aliento lírico del poeta, que añora las moradas del fuego, la nevada soledad del aire, el viento medieval, el inasible arnés, la grandeza del mirlo, el viejo alfoz y el esplendor en la hierba. Y cuando se desnuda la amada invisible, Bonet escribe: “Déjame mirar cómo le sienta al nácar el negro dibujo de la seda”.

Se esfuerza el poeta por olvidar el trallazo de la muerte, mientras cruza los vastos jardines dormidos, la pálida luz del invierno, la música ajada de los viejos poemas. Gravitan las alondras. Se ahoga el sol. Comulga la ciudad en sus carillones. Se estremece el mar. Tiembla la esquina rosada de Borges en los espejos, en el stained glass and old Verlaine. Se abraza Bonet a los haikus japoneses, a los que gotearon de la pluma de Yosa Buson, de Kobayashi Issa, de Shiki y Masahide. Y sobre todo del inmenso Bashô y sus Sendas de Oku que tradujo Octavio Paz con la ayuda de Eikichi Hayashiya. En un yicei, escrito junto al río Sumida, sobre el estanque silencioso, entre la tersura del bambú, la quietud del paisaje, el crisantemo de los dieciséis pétalos y la azalea tsutsuji, Bashô le dice adiós a la vida: “En el camino, / enfermo y delirando, / mis sueños vagan”. Masahide se le anticipó: “Igual que el pájaro / me voy: yo que amo el agua / como la luna”.

Se escapa Juan Manuel Bonet del tirón de Hergé y la Castafiore para detenerse en la hora simbolista de las ventanas, Gómez-Pablos al fondo. Cracovia en el corazón le tiende la mano a la Praga incandescente que hace jirones al viento, como los dedos de la lluvia despedazan al París de todas las nostalgias. En el mediodía de los cipreses, el poeta recuerda el grito que danza en la pintura del germano Max Beckman, las alamedas perdidas, el clamor del Buenos Aires añorado, la delicia amarilla del Oriente espeso y extremo. Se distorsionan las afueras del alma, mientras la lluvia teje el manto de la noche oscura y esconde los besos esquimosos, oda en la ceniza de Bousoño, poemas de la consumación de Aleixandre, que vuelan a la región donde nada se olvida.

Vía laberinto dejará en el lector la huella fugitiva del pensamiento profundo, la belleza de la expresión lírica, la reflexión sosegada sobre la vida y sobre la muerte cuando doblan las campanas últimas en la oscura penumbra del más allá.