Hace ya diez años, se presentó Miguel de Oriol en mi despacho profesional y me mostró su proyecto más ambicioso: peatonizar la Gran Vía madrileña, convirtiéndola en un jardín para el paseo, el descanso y la reflexión. Sumergiendo la circulación, transformaba el infierno del tráfico en un espacio anticipador de las ciudades del siglo XXII.
Antes, habíamos trabajado a fondo el arquitecto y el periodista en convertir la plaza de Oriente, según el deseo de Álvarez del Manzano, en lo que es hoy. Desde el ABC verdadero despedazamos la argumentación hostil y las incesantes pegas surgidas durante la excavación.
Me invitó Oriol a contemplar su anterior exposición de escultura. Acudí a ella con curiosidad y salí asombrado. En noviembre de 2009 escribí en esta misma página: “Las esculturas de Oriol son pájaros alados que se expresan con música interior. Son el agua amante y la pasión mordida… Una paloma inmóvil se adensa en las formas escultóricas del arquitecto, en las redes verdes y rojas de sus párpados. Hierven entre las paredes altivas de la sala como si quisieran emprender el vuelo y escapar del espacio que las sujeta. Naum Gabo alienta entre las formas creadas por Oriol... Su escultura tiene una deuda discipular con Naum Gabo”. Algunos críticos y especialistas han copiado mis palabras sin citar, claro es, al autor.
En su actual exposición en el Colegio de Arquitectos, Oriol ha consolidado su escultura alada, la ha engrandecido y ha intensificado los colores. Hay innovaciones significativas pero la continuidad preside sustancialmente la obra.
En la presentación de la muestra, Ignacio Vicens alienta a Miguel Oriol a que explore “la geografía de la transgresión”, los “ámbitos mestizos difícilmente definibles en términos taxonómicos”, la realidad “poliédrica y ambigua”. Cita Vicens una reflexión de mi inolvidado amigo Juan Eduardo Cirlot y se la atribuye a Rubert de Ventós. Entre la belleza de la serenidad absoluta y la fascinación del abismo, Miguel de Oriol se inclina por la primera aunque su entrega no sea completa ni tal vez definitiva. Las vanguardias de la escultura transitan ya por otras sendas.
El arquitecto del mejor de los rascacielos de Azca, de los edificios Estudios Guipuzcoanos, de la casa Wakonigg, está considerado entre los diez grandes del último medio siglo español. Igual que Jorn Utzon, hace lo que sabe pero también sabe muy bien lo que hace. Como escultor, Miguel de Oriol ha demostrado también la calidad de su expresión artística. Sus chapas lacadas, a veces de brillantes colores, vuelan hacia el espacio. Son pájaros de formas bellísimas que anhelan posarse en el aire y contemplar el cielo.
Los espectadores de la exposición se detienen especialmente en esas esculturas ingrávidas y anhelantes. Personalmente me impresionó más, y hasta la emoción, su varilla madera lacada resuelta en el geometrismo audaz, el rojo cardenalicio y el espacio lírico y liminar.
En la Ciudad Prohibida de Pekín, aparte de algunas esculturas convencionales de animales sagrados, se impone la abstracción de piedras rocosas que no almacenan el agua de la lluvia. Hace setecientos años los escultores chinos anticipaban el abstractismo escultórico. Sus bellísimas piedras las ha convertido Miguel de Oriol en pájaros ardientes que emprenden el vuelo hacia lo infinito.
Al escribir sobre su trayectoria en el mundo de la escultura, Miguel de Oriol concluye afirmando certeramente que ha querido proyectar en planos sus figuras tridimensionales “plasmando sus volúmenes en lienzos que recogen en gradientes de los tres colores fundamentales, rojo, azul y amarillo, las distancias desde cada uno de sus puntos constitutivos a la superficie receptora. Pinturas que saldrán a la luz en exposiciones futuras. Porque, aunque viejo, sigo creyendo en crear”.