Rafael Canogar es uno de los nombres cimeros de la pintura española de los últimos sesenta años. Ni en calidad ni en profundidad cede ante nadie. Ha rastreado las huellas fugitivas de todas las vanguardias sin traicionar ese fondo común del expresionismo abstracto que le ha acompañado siempre. Cuando presenté en Madrid el 1 de junio de 1972 el libro Arte del siglo XX de mi inolvidado amigo Juan Eduardo Cirlot, le pregunté al gran crítico por sus creadores más admirados. “Depende -me contestó- del estado de ánimo que uno tiene al contemplar la pintura, a veces desde la tristeza profunda, a veces desde la desbordante alegría, pero sigue a Rafael Canogar día a día”. No se equivocaba el prestigioso crítico.
El 30 de abril de 1959 publiqué en el ABC verdadero un artículo titulado Arte abstracto, que se enfrentaba con los convencionalismos de la época y el grave acento de la dictadura. Hablaba en ese artículo hace ya cerca de sesenta años de Rafael Canogar y sus compañeros de El Paso: Saura, Millares y Feito, a los que se sumaron enseguida Manuel Rivera y sus alambres y Manuel Viola y sus nidos del fuego. El Punkt und linee zu flache de Wasili Kandinsky y su teoría del abstracto quedaba superado por la intensa palpitación de aquellos seis artistas que tenían algunos precedentes españoles de especial relevancia como Oteiza, Chillida, Tapies, Chirino, Ferrant...
Rafael Canogar está reconocido por todos, admirado por todos, consagrado por todos. Tal vez tenga disidentes. No los conozco. Seguro que habrá cosechado críticas adversas. No las he leído. Su creación plástica es tan sincera, tan instalada en las vanguardias cambiantes, tan independiente y libre que uno sale de sus exposiciones impregnado de emoción, lejanos los remansos de Vázquez Díaz, las caricias de Miró o las llamaradas de Rothko. Los pintores trabajan en sus cuadros con pinceles o espátulas. Canogar parece que pinta con las manos plenas de materia. Estruja el artista la poesía de Neruda, la música de Alban Berg, la filosofía de Sartre y las convierte en colores para expresar los sentimientos de la alegría, la tristeza, la melancolía, la pasión o el dolor.
Sus dos últimas exposiciones en Fuenlabrada y en Madrid nos devuelven a un artista todavía pleno de curiosidad pero ya por encima del bien y del mal. Al contemplar, Naciente, Bula, el impresionante Atrio, Agora, Zambra, Signo o el definitivo P-47-79, que arde en rojos, se comprende que estamos ante el mejor abstracto del último medio siglo. Se despierta entonces el aliento artístico más profundo y desde su verso liminar parece decirnos con el poeta: “entremos más adentro en la espesura”. Al hacerlo nos encontraremos con la apoteosis del color y también con la elegía por las imposturas del mundo que vivimos, las miserias de los oprimidos las implorantes manos, la sordidez de los explotadores... Y así, el espectador se hundirá en el El paredón, pintura en la que se escuchan los disparos asesinos y se siente la oscuridad de la muerte.
Grande, grande, Rafael Canogar, que permanece en la cumbre de su arte y de su espeluznante sinceridad para reflejar en sus cuadros el mundo incierto en el que vivimos y la oscura penumbra del más allá.