Otra vez Butterfly
Acudí al Teatro Real para sumergirme, una vez más, en Madama Butterfly. Un público ardoroso y complaciente dedicó al aria Un bel dì vedremo la ovación más sostenida que ha escuchado la soprano Ermonela Jaho en el papel de Cio-Cio-San, la Butterfly que Giacomo Puccini secuestró de la Madame Chrysanthème de Pierre Loti, si bien los eruditos suelen citar también a los estadounidenses David Belasco y John Luther Lon, como antecedentes de la obra del compositor italiano. La soprano albanesa superó todas las exigencias vocales y se apuntó el mayor triunfo de su dilatada vida profesional. Erizante representación, en fin, sobre el escenario del Real, que subraya el acierto permanente de Gregorio Marañón, bien arropado por Ignacio García-Berenguer y el eficacísimo Joan Matabosch. Excelente, en líneas generales, todo el equipo artístico: el director de escena, Mario Gas el grande; el escenógrafo Frigeiro, el director del coro, Andrés Máspero; y sobresalientes, con alguna matrícula de honor, soprano, mezzosoprano, tenor, barítono, bajos y una orquesta que cada vez suena mejor. Todo ello al margen de algunos errores y debilidades que la crítica especializada subrayará. Una parte del público, por cierto, se dedicó a las relaciones sociales, relegando a la ópera.
Cada vez que asisto a Madama Butterfly asalta mi memoria una experiencia personal en los días de amor y rosas que viví en la guerra de Vietnam como enviado especial en siete ocasiones del ABC verdadero. Almorzaba yo en un pequeño restaurante chino, cercano a mi hotel. Servía la mesa con delicadeza y sonrisas una camarera vietnamita, vestida con el ao-yai vaporoso sobre su cuerpo de junco tierno. Se llamaba Wendy Biuh, aunque tenía un nombre familiar annamita, un padre en Pekín y un novio americano que le había jurado amor eterno y luchaba en el Ejército de su país contra el Vietcong devastador y omnipresente. Una compañera suya se me acercó un día para informarme entre lágrimas de que Wendy se había suicidado.
- Anteayer -balbució- recibió una carta de él. Le decía que le habían licenciado, que regresaba a Estados Unidos y que no le tomara en serio porque su vida estaba en su patria, donde tenía una novia con la que se casaría al llegar allí.
Cuando ella le llamó por teléfono, él había salido ya para Hong Kong. Le pregunté a su compañera, que iba a casa de la amiga a recoger sus cosas para enviárselas al padre, si podía acompañarla. Con algún asombro me dijó que sí. Tomamos uno de esos pequeños cuatro-cuatro azules que en aquella época, hace ya más de cincuenta años, daban un servicio barato de taxis a Saigón. Wendy vivía en Cholón, el barrio chino, que en las ciudades asiáticas no tienen consideraciones peyorativas, sino que es sencillamente donde viven los chinos. Avanzamos despacio por la avenida Bong Khan, pasamos la calle Nguyen Trai hasta llegar a un callejón al que los chinos llamaban Phu Bim. Allí, en una casa de madera, había vivido sus ilusiones Wendy, la vietnamita siempre alegre y sonriente.
Cuando entramos en su habitación, todavía no habían levantado el cadáver. La adolescente se había abierto las venas y la sangre empapó la sábana hasta resbalar al suelo. La vecina del piso de abajo descubrió la tragedia al advertir que goteaba sangre desde el techo.
La habitación de Wendy estaba ordenada. Era pequeña y muy humilde. Sobre una mesita vi dos cartas abiertas. Muy breves. Una era para el novio: “Si nunca te pedí nada, ¿por qué me has hecho mal?” La otra, para el padre: “No sufras, padre, no sufras y cuídate. Ahora estoy tranquila”.
A nadie interesaba aquella tragedia en medio de la guerra cruel que asolaba Vietnam. A mí, sin embargo, me pareció inmensa. Wendy no había cumplido aún los 18 años. Y estaba allí, sobre el lecho, completamente desnuda y tan pálida. Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en todas partes. Tenía exangües los labios y una mariposa oscura arrodillada a orillas del vientre. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y tenía rosas y viento de ayer entre los dedos.