Terminada la Guerra Mundial, París, tras un siglo espléndido como meca de la cultura, perdió el control del arte, incluso de la moda, en favor de Londres. Diez años después, Nueva York se adueñó de las manifestaciones artísticas, zarandeadas por el dinero. Ahora, Berlín se ha convertido en foco de atracción. Los alemanes lo están haciendo muy bien, sobre todo en el impulso de las vanguardias. Pero, a la espera de que se resquebraje el régimen totalitario chino, los grandes pintores, los mejores escultores, los artistas más cotizados han puesto sus ojos en Shanghái. La inmensa ciudad china deslumbra a todos con sus focos siempre encendidos y son muchos los maestros del arte que han abierto estudios en la capital cultural de la China milenaria.
-Tienes que ir a París. Allí están Picasso y Miró, allí nuestros mejores escultores, allí los artistas consagrados de todo el mundo -le dijo, en su casa de la calle Padilla, Juan Ramón Jiménez a Marga Gil Roesset, la jovencita enamorada hasta la locura del poeta de la soledad y las encendidas rosas. La escultora desdeñada, que llevaba el alma fuera, el cuerpo dentro, se suicidó por amor al autor de Platero y yo en un chalé de Las Rozas en el que hace unos años instalamos, a instancias de El Cultural, una placa conmemorativa. Hoy, el poeta del espacio y el tiempo le hubiera recomendado a Marga viajar a Shanghái.
La cotización de los artistas extremorientales está subiendo de forma paralela al progreso de la economía china, que ocupa ya el segundo lugar tras Estados Unidos. Algunas de las más altas fortunas del mundo allí están, amparadas por el comunismo que el poeta Mao Tsé-tung implantó en el inmenso país en 1949 y del que no queda ni las raspas. Picasso expresó su admiración rendida ante el pintor chino Qi Baishi, que falleció en 1957 y que acaba de vender un cuadro en 144 millones de dólares, desbancando a El grito de Munch en el ranking de las 20 obras más cotizadas del arte mundial. Tras Qi Baishi, brillan también otros artistas chinos como los provocadores Zao Wou Ki y Wang Guangyi, el efervescente Pau Yuliang o el sombrío Guanzhong.
Cai Guo-qiang (o Tsai Kuo-chiang para la romanización de los ideogramas chinos según el tradicional sistema Wade) ha expuesto ahora en el Museo del Prado. León de Oro de la Bienal de Venecia en 1999, premio Hiroshima, premio Imperial de China, cabeza de una pléyade de desiguales pintores de la nación de Wang Wei, ensayista de las técnicas más dispares, incluida la utilización de la pólvora, Cai ha expuesto en todo el mundo y en los museos y galerías de máximo prestigio.
Elena Vozmediano se ha desembarazado de la presión mediática y de la admiración de Isabel Coixet por el pintor oriental y ha subrayado en estas páginas de El Cultural los aciertos del artista pero también sus errores, sus banalidades y sus vaciedades que “nos conducen del estupor a la hilaridad”. Pablo Picasso me dijo durante el día que pasé con él en compañía de Luis Miguel Dominguín: “Los petulantes abren la boca extasiados ante todos los cuadros abstractos, ante todas las vanguardias. Pero hay cuadros abstractos excelentes, los hay mediocres y los hay pésimos”.
Lo que está claro es que el mundo, extremadamente occidentalizado hace solo sesenta años, se abre ahora al Shanghái de todos los atractivos: gloria, ventas y dinero. Y que hacia allí nos encaminamos para perder en pocos años el control del arte universal. Mi inolvidado amigo Juan Eduardo Cirlot, crítico siempre en la cumbre, excelente poeta, escribió que el arte, como el hombre, se encuentra entre dos fuerzas contrarias que lo solicitan: una es la belleza de la serenidad absoluta; la otra, la fascinación del abismo. En la China de Li Tai-pe y Tu Fu, de Kuo Mo-jo y de Ai Tching, la inquietud del artista lo condiciona todo. Y además las fortunas más copiosas del mundo allí están dispuestas a comprar a precios disparatados.