Víctor Ochoa es uno de los nombres grandes de la escultura española actual. El pueblo tiene un instinto certero para descubrir en dónde se encuentra el artista importante. En la memoria colectiva están las esculturas que Ochoa hizo a Severo Ochoa, Camilo José Cela y Don Juan de Borbón. También los monumentos a Alfredo Kraus, a la Fragua de Vulcano, al Minotauro, al flamenco, a Lola Flores, al centenario de la batalla de Bailén, a las víctimas de terrorismo El Zulo. Cinceló varias veces bronces de Juan Carlos I y ha dejado en una veintena de naciones muestras memorables de su genio escultórico y de su aliento artístico. Víctor Ochoa ha esculpido una vanguardia ferozmente independiente en la que aúlla el bronce, se irrita el barro, se despereza la piedra, se descarga el onirismo erótico, audaz y fugitivo, y se incorpora la audacia de nuevos materiales y colores. El escultor es un grito de modernidad y anticipación, una descarga del oficio bien aprendido al servicio de una estética sobrecogedora y original.

Víctor Ochoa se ha evadido siempre de los circuitos artísticos de impregnación política y eso le ha perjudicado al verse silenciado en demasiadas ocasiones por el sectarismo de algún grupo de la vida intelectual española. Pero sus éxitos nacionales, sus incontestables triunfos internacionales, la presencia de sus esculturas en naciones de raigambre cultural le consolidan en el lugar privilegiado que ocupa en el mundo.

“Navegando en tu piel hipnótica y musical, voy camino a la perdición”, escribe el escultor con ese aliento lírico que me ha conmocionado al contemplar su exposición de dibujos que se encuadra en una vanguardia desencajada y desafiante. La mano del artista que moldea mármoles, barros, resinas o bronces se estiliza al dibujar. Sobre el papel descarga Víctor Ochoa toda su fortaleza artística. Desdibuja los cuerpos y los rostros y lleva la dimensión de la escultura a la expresión contorsionada de sus apuntes, siguiendo la tradición de los grandes del Renacimiento. Ha viajado Víctor Ochoa a la India y se ha sentido atrapado por el aliento hinduista hasta esculpir a la diosa Kali con esmaltes azules coronados al rojo vivo. Todo en el escultor es audacia, originalidad, poesía hecha piedra, poesía hecha barro, resina o estuco.

Víctor Ochoa no ha olvidado nada de su trayectoria biográfica. Pero, sin renunciar a los materiales de siempre, está ensayando las texturas y los colores de las nuevas resinas que han potenciado sus esculturas con renovados fulgores. Los cromatismos que realzan las formas escultóricas acentúan la descarga expresiva de los mensajes que el escultor lanza a gritos sobre los espectadores. El escultor es, con palabras de Francisco de Quevedo, hielo abrasador, fuego helado, herida que duele y no se siente… Mirad cuál amistad tendrá con nada el que en todo es contrario de sí mismo.

Víctor Ochoa es ciertamente un andar solitario entre la gente, un escultor enfrascado en la renovación permanente de la expresión artística. Ha sabido salvaguardar su independencia porque esculpe para el futuro. Mientras no pocas vanguardias escultóricas se desmoronan apenas nacidas como la rosa de Francisco de Rioja, “tan cerca, tan unida está al morir tu vida, que dudo si en sus lágrimas la aurora mustia, tu nacimiento o muerte llora”, la escultura de Víctor Ochoa no es flor de un día. Tiene vocación de eternidad.

Zigzag

Memoria de la melancolía, el recuerdo de mi inolvidado Rafael Alberti, me ha llevado a leer Cervantes, el soldado que nos enseñó a leer, ensayo de María Teresa León que vuelve a publicar Atrapasueños. Me ha gustado. A pesar del tiempo transcurrido, la prosa de María Teresa León está viva. La que fue esposa de Alberti ha seleccionado de la biografía de Cervantes los pasajes de mayor interés. Lo retrata, por ejemplo, de forma certera cuando sufría en la cárcel de Sevilla “entre ladrones y cortabolsas”. En el silencio de la noche, Cervantes escribe. La cárcel roncaba y Miguel, “bien despierto, escribía sin saber que había pasado a habitar el regazo de la gloria”.