En Vicente Zabala de la Serna destaca, por encima de otras consideraciones, la calidad literaria. Escribe extraordinariamente bien. La adjetivación en sus crónicas es certera, las metáforas a veces deslumbrantes, la construcción sintáctica, de vanguardia. La literatura, que es la expresión de la belleza por medio de la palabra, está viva en la pluma de Zabala de la Serna. Leerle constituye un placer. Crónicas volcánicas es antes que nada una muestra de belleza literaria.
Zabala de la Serna está reconocido como el mejor escritor taurino español del siglo XXI. Tiene muchos años por delante para consolidar su maestría porque está impregnado hasta la médula por el mundo de los toros, que es el suyo propio. Lo sabe todo, lo recuerda todo, lo comprende todo. Tiene la facultad, que yo envidio, de entender al toro como si fuera un profesional de la tauromaquia, un torero. He comprobado a lo largo de mi dilatada vida periodística que los críticos taurinos suelen acertar al hablar de los toreros y se equivocan muchas veces al juzgar a los toros. He asistido a corridas acompañado por Juan Belmonte, por Domingo Ortega, por Ángel Luis Bienvenida, por Gregorio Sánchez… y me he dado cuenta de la distancia enorme que existe entre el aficionado y el profesional en el momento de juzgar al toro. Zabala de la Serna habla del animal como si fuera un torero.
Además, tiene la idea, que yo he defendido durante mucho tiempo, de que la fiesta de los toros es una manifestación de la cultura. Administrativamente era absurdo que dependiera del ministerio del Interior. Celebré hace unos años que la nación de Victor Hugo y Descartes, de Rodin y Renoir, de Balzac y Sartre, decidiera considerar a las corridas de toros patrimonio cultural de Francia. Menuda lección para los españoles. Nuestra nación fue a la cola de los franceses y, tras ellos, pasó la fiesta nacional a depender del ministerio de Cultura, relegando al de Interior.
Escultura viva, ballet del arte y el valor, los toros son “un prodigioso mágico sentido, un recordar callado en el oído, un sentir que en mis ojos sin voz veo, una sonora soledad lejana, fuente sin fin de la que insomne mana la música callada del toreo”. Los versos de mi inolvidado amigo Rafael Alberti se desgranan sobre la realidad artística de los toros, que, como escribió Ortega, ha vertebrado la cultura hispana de los dos últimos siglos en la pintura y la escultura, en la poesía y la novela, en el teatro y la ópera, en el cine y la televisión, en Francisco de Goya y Pablo Picasso, en Mariano Benlliure y Salvador Dalí, en Pérez de Ayala y Federico García Lorca, en Botero y Barceló, en Pere Gimferrer y Mario Vargas Llosa.
Siento máximo respeto por los intelectuales hostiles a los toros y por las gentes que están contra la fiesta. Les entiendo muy bien porque no niego los aspectos de crueldad que ellos subrayan. Pero me sorprende que no se dediquen a combatir antes el daño que se hace a otros animales, por ejemplo, en la pesca deportiva. Tuve yo la suerte de ganar, al alimón con Mario Vargas Llosa, el premio Baltasár Ibán con un artículo en el que reflexionaba sobre la crueldad que, sin repercusión artística y sin réditos culturales y económicos, por el puro placer individual, se ejerce sobre algunos animales. Al lucio, por ejemplo, decía, el pescador deportivo le clava el anzuelo donde más daño le hace: en el paladar. El dolor se incrementa cuando el pobre animal huye despavorido mientras el pescador tira del hilo o lo suelta, jugando hábilmente con su víctima para llevarla y traerla. Entre sufrimientos espantosos, enhiesta finalmente la caña, el pez sale al aire y se asfixia en una agonía atroz: “¡Qué gran pelea ha hecho en el agua, qué gran pelea ahora!”, dice el pescador entusiasmado. Coge finalmente al animal entre sus manos, domina los últimos coletazos, lo mete, todavía agonizante, en el cesto y acaba con él a garrotazos.
La más alta inteligencia del siglo XX español, el filósofo José Ortega y Gasset, escribió: “La historia del toreo está ligada a la de España, tanto que, sin conocer la primera, resultará imposible comprender la segunda”. Con Crónicas volcánicas, Vicente Zabala de la Serna hace una sobresaliente aportación personal al mundo de los toros como expresión cultural en la más intensa tradición española. No se arrepentirá el lector que se adentre en sus páginas. Son un auténtico gozo para el buen gusto literario. (Del prólogo a Crónicas volcánicas, editado por Unomasuno, con presentación de Antonio Lucas e ilustraciones de Robert Ryan.) l